La noche era espesa. El aire, inmóvil. En el cuarto de Gibrán, el espejo del ropero vibraba con una intensidad que ya no podía ignorar. La vara, sobre su escritorio, brillaba con una luz verde y dorada que latía como un corazón desesperado.
Rebeca golpeó la puerta suavemente.
—¿Estás bien?
Gibrán no respondió de inmediato. Estaba de pie frente al espejo, con la bufanda de Angélica en una mano y la vara en la otra.
—Tengo que ir —dijo al fin, sin girarse.
Rebeca entró. Lo miró con los ojos llenos de miedo.
—¿Estás seguro?
—No —respondió—. Pero siento que si no voy ahora… algo se va a romper. Algo que no podremos reparar.
Ella se acercó. Le tomó el rostro con ambas manos.
—Prométeme que volverás.
Gibrán asintió. Pero no dijo nada.
Tocó el espejo dos veces.
El cristal se onduló. El aire se volvió denso. Y en un suspiro, fue absorbido por la luz.
Cayó de rodillas sobre un suelo húmedo y tibio. El cielo de Neraida estaba cubierto por nubes violetas que se movían como humo líquido. El bosque lo rodeaba, pero no cantaba. No lo saludaba. Estaba en silencio.
La vara vibró con fuerza. Gibrán se puso de pie. Dio un paso. Luego otro.
Y entonces lo vio.
De pie, al borde del claro, Umbra lo observaba.
Era como mirarse en un espejo sin alma. Misma altura. Mismo rostro. Mismo cabello. Pero los ojos… los ojos eran pozos sin fondo.
—Hola —dijo Umbra, con la voz exacta de Gibrán.
Gibrán se detuvo. El corazón le latía con fuerza.
—¿Quién eres?
Umbra sonrió. No con alegría. Con certeza.
—Soy lo que dejaste atrás. Lo que negaste. Lo que no quisiste ver.
—No eres yo.
—No aún —respondió Umbra—. Pero lo seré. Cuando el libro se abra. Cuando el equilibrio se rompa. Cuando tú… sangres.
Gibrán alzó la vara. Pero no atacó.
—¿Qué quieres?
—Nada —dijo Umbra, dando un paso al frente—. Solo estar cerca. Solo observar. Solo… tocar.
Gibrán retrocedió un paso. La vara vibró con violencia. El bosque susurró algo. Una advertencia.
Y entonces, desde las sombras, una figura emergió.
Zarkon.
—Bienvenido, Gibrán —dijo con voz de insecto—. Qué bueno que hayas venido por tu voluntad. Nos ahorraste el esfuerzo.
Gibrán giró sobre sí mismo. El claro se cerraba. Las raíces se alzaban. El Velo… se sellaba.
Y en el centro, el Necromicron latía.
Angélica despertó sobresaltada en su cámara de pétalos flotantes. El aire de Neraida, normalmente perfumado y sereno, estaba denso, cargado de una electricidad invisible que le erizaba la piel.
La piedra de Chronia, que había guardado bajo su almohada, vibraba con una frecuencia irregular. No era una señal cualquiera. Era una advertencia.
Se levantó de un salto. La túnica de descanso ondeaba tras ella mientras cruzaba los pasillos del palacio. Las flores del techo se cerraban a su paso. Las raíces del suelo se tensaban. Todo el reino parecía contener el aliento.
—¡Sairel! —gritó al llegar al Salón de la Cúpula Viva—. ¡Él cruzó!
La reina, que meditaba en el centro del círculo de luz, abrió los ojos de golpe. Baco, que estaba a su lado, se incorporó de inmediato.
—¿Gibrán? —preguntó Sairel, con la voz grave.
—Sí —dijo Angélica, sin aliento—. Lo sentí. Lo vi. No con los ojos… con el alma. Cruzó el Velo. Y no está solo.
Sairel se puso de pie. El cetro en su mano vibró con una nota aguda. Las raíces del salón comenzaron a moverse, como si despertaran.
—¿Dónde?
—En el claro del Bosque de los Espejos —respondió Angélica—. Y hay algo más. Él… ya lo vio.
—¿A Umbra?
Angélica asintió. Sus ojos estaban llenos de miedo.
—Y Zarkon también está allí. Lo rodearon. Lo estaban esperando.
Sairel cerró los ojos un instante. Luego alzó el cetro y golpeó el suelo con fuerza.
—¡Que suene la alarma del Velo! ¡Que los Spectrums se movilicen! ¡Que los Quercus despierten!
Baco ya estaba corriendo hacia los corredores, dando órdenes mentales a los guardianes.
Sairel se volvió hacia Angélica.
—Tú lo sientes porque estás unida a él. No pierdas ese vínculo. Guíanos hacia él.
Angélica asintió. Cerró los ojos. Y en su mente, la imagen de Gibrán apareció: de pie frente a su reflejo, con la vara en alto… y el corazón expuesto.
—Apresúrense —dijo—. No sé cuánto tiempo podrá resistir.
El claro estaba en silencio. No el silencio de la paz, sino el de la contención. Como si el bosque mismo supiera que algo sagrado estaba a punto de romperse.
Gibrán sostenía la vara con firmeza, pero no la alzaba. Frente a él, Umbra lo observaba con la misma expresión que él mismo había visto en el espejo tantas veces: duda, rabia, miedo… pero vacíos.
—¿Por qué me esperabas? —preguntó Gibrán, con la voz baja, sin agresión.
Umbra ladeó la cabeza, como si la pregunta le resultara extraña.
—Porque eres la grieta. Y yo… soy lo que se cuela por ella.
—No tienes que ser eso —dijo Gibrán—. No tienes que obedecerlo.
—¿A Biff? —Umbra sonrió, pero no había alegría en su gesto—. Él me creó. Me dio forma. Me dio propósito. ¿Qué eres tú sin tu propósito, Gibrán?
—Yo elegí el mío —respondió—. No me lo impusieron.
Umbra dio un paso al frente. El bosque no se movió. Las raíces no lo detuvieron.
—¿Y si te dijera que tú también fuiste creado? Que el Velo te eligió no por quién eres… sino por lo que necesitaba. ¿No somos iguales, entonces?
Gibrán apretó la vara. No por miedo. Por rabia.
—No. Porque yo tengo elección. Tú también la tienes. Aunque Biff te haya dicho que no.
Umbra bajó la mirada. Por un instante, sus dedos temblaron. La daga de obsidiana colgaba de su cinturón, envuelta en savia seca. Bastaba una herida. Una gota.
—¿Y si no quiero elegir? —susurró—. ¿Y si solo quiero… desaparecer?
Gibrán dio un paso hacia él. No como un guerrero. Como un hermano.
—Entonces déjame ayudarte.