El claro del Bosque de los Espejos ya no era un lugar sagrado. El aire vibraba con una tensión que no pertenecía a Neraida. Las raíces se retorcían bajo tierra. Las flores se cerraban como si quisieran no ver.
Gibrán y Umbra se observaban en silencio. La vara del primero brillaba con una luz verde y dorada. La daga del segundo, envuelta en savia seca, colgaba de su cinturón como una amenaza latente.
—No tienes que hacer esto —dijo Gibrán, con la voz firme, pero no agresiva.
—No tengo elección —respondió Umbra, y por un instante, su voz pareció humana.
Pero el Necromicron, a unos pasos de distancia, vibró con un pulso oscuro. Como si recordara a Umbra cuál era su propósito.
Y entonces, sin más palabras, atacó.
Gibrán alzó la vara justo a tiempo. El primer golpe fue rápido, preciso. Umbra no peleaba como un reflejo. Peleaba como una sombra entrenada. Cada movimiento era una réplica distorsionada de los de Gibrán, como si conociera sus pensamientos antes de que los tuviera.
Raíces brotaron del suelo, invocadas por la vara. Umbra las esquivó con una agilidad antinatural. Su daga rozó el brazo de Gibrán, apenas un corte… pero suficiente para que una gota de sangre cayera al suelo.
El Necromicron vibró con violencia.
—¡No! —gritó Gibrán, retrocediendo.
Pero ya era tarde. La página con el símbolo triangular se encendió. El libro comenzaba a abrirse.
Y entonces, el cielo rugió.
Desde el norte, una ráfaga de luz descendió como una lanza. Sairel apareció en el claro, rodeada por un escuadrón de Spectrums. Su cetro brillaba como un sol contenido.
—¡Alto! —ordenó, y su voz retumbó como un trueno.
Desde el este, un enjambre oscuro cubrió el cielo. Las Vespidae descendieron como una tormenta de alas negras. Al frente, Sephora, la reina del enjambre, con su máscara de pétalos secos y su mirada impenetrable.
Y desde el sur, envuelto en sombras, Biff emergió con una sonrisa torcida. A su lado, Zarkon, y detrás de ellos, criaturas deformes, gollums de savia y hueso.
—Llegaron todos —murmuró Umbra, sin emoción.
Gibrán se giró, rodeado. El claro se había convertido en un campo de guerra.
Sairel alzó el cetro.
—¡Defiendan el Velo! ¡No dejen que el libro se abra!
Sephora extendió sus alas.
—¡El equilibrio ha muerto! ¡Ahora reina la fuerza!
Biff levantó las manos. El Necromicron flotó en el aire, abierto, latiendo.
—¡Que comience el nuevo orden!
Y entonces, la guerra estalló.
El claro del Bosque de los Espejos se convirtió en un campo de guerra.
Desde el cielo descendieron las Vespidae, zumbando como una tormenta viva. Sus alas negras cortaban el aire, y sus lanzas de aguijón chispeaban con veneno líquido. Al frente, Sephora, la reina del enjambre, alzó su báculo de colmena rota y gritó:
—¡Por Zarvok! ¡Por la libertad del enjambre!
Desde el norte, las hadas guerreras de Claro Verde descendieron en formación. Vestían armaduras de pétalos endurecidos y alas reforzadas con filamentos de luz. Blandían lanzas de savia cristalizada y escudos de corteza viva. Sus rostros eran fieros. Determinados.
—¡Por el Velo! —gritó una de ellas, y el cielo estalló en destellos verdes.
Las hadas polinizadoras, más pequeñas pero veloces, surcaron el aire en enjambres coordinados, lanzando esporas cegadoras y redes de polen que atrapaban a los enemigos en pleno vuelo. Sus túnicas eran ligeras, de tonos lavanda y oro, y sus alas vibraban con una frecuencia que desorientaba a las Vespidae.
Desde el suelo, emergieron las hadas creadoras, con túnicas largas tejidas con hilos de raíz y musgo. No luchaban con armas, sino con magia ancestral. Invocaban árboles que se alzaban como torres, raíces que atrapaban a los invasores, y flores que estallaban en luz purificadora.
Las hadas de protección, de alas anchas y escudos de pétalos curvos, formaron un muro alrededor del Necromicron. Sus cantos creaban barreras de energía que repelían los ataques, pero cada impacto las debilitaba.
Y en medio de todo, Gibrán y Umbra seguían enfrentándose. Cada golpe de vara era respondido con una daga. Cada hechizo, con una sombra. Eran reflejos enfrentados. Luz contra vacío.
Biff, desde una colina cercana, observaba con una sonrisa torcida. A su lado, Zarkon invocaba criaturas deformes: gollums de savia negra, bestias con alas de hueso y ojos sin pupilas. El suelo se abría a su paso, y la corrupción se extendía como una mancha viva.
Sairel, en el centro del campo, alzó su cetro. Su túnica ondeaba como una bandera de esperanza. A su lado, Baco lideraba a los Spectrums, que descendían como rayos de luz, cortando el aire con precisión.
—¡No dejen que el libro se abra! —gritó Sairel—. ¡Protéjanlo con todo lo que somos!
El cielo se tornó púrpura. El suelo tembló. El Necromicron flotaba en el aire, abierto, latiendo como un corazón oscuro.
Y en ese instante, todas las especies de Neraida se enfrentaron.
El cielo de Neraida ardía en colores imposibles. Las alas de cientos de hadas surcaban el aire como relámpagos vivos, mientras las Vespidae descendían como una plaga organizada. El suelo temblaba con cada conjuro, cada raíz invocada, cada criatura liberada.
En el centro del campo, Sairel descendió como un rayo de esmeralda. Su cetro golpeó el suelo y una onda de luz se expandió, empujando a los gollums de Zarkon hacia atrás.
Frente a ella, sobre una plataforma de piedra flotante, Biff la esperaba con el Necromicron flotando a su lado, abierto, latiendo como un corazón oscuro.
—¿Viniste a detenerme, Sairel? —dijo con una sonrisa torcida—. Llegas tarde. El libro ya despertó.
—No vine a detenerte —respondió ella, con la voz firme—. Vine a terminar lo que debí haber hecho cuando aún eras mi hermano.
Biff alzó una mano. El libro giró lentamente a su alrededor, como un satélite de corrupción.