Un giro inesperado

Capítulo 26: Ecos del olvido

El grito de Umbra se desvaneció en un eco oscuro cuando la vara de Gibrán, envuelta en una luz azulada que parecía atacar cada movimiento, atravesó su pecho. El reflejo oscuro de su alma se deshizo en una nube de sombras que se disipó con el viento del Velo. Por un instante, todo quedó en silencio.

Gibrán cayó de rodillas, jadeando. La batalla había sido brutal, no solo en cuerpo, sino en espíritu. Sentía que algo dentro de él se había roto… o tal vez liberado.

Fue entonces cuando lo vio.

A lo lejos mientras caminaba a la lucha que aun se gestaba, noto a un hombre de barba larga y cabello canoso luchaba con una agilidad sorprendente contra un grupo de criaturas deformes: gollums de piedra y musgo, con ojos vacíos y bocas que escupían ceniza. A su lado, una criatura aún más extraña: un karnyx, un ser de bronce viviente con forma de cuerno de guerra, que emitía ondas sónicas para aturdir a los enemigos.

Gibrán se puso de pie, aún tambaleante. Algo en ese hombre le resultaba familiar. No por su rostro, que el tiempo había transformado, sino por la forma en que blandía una vara de madera negra con vetas doradas. Una vara que parecía emanar una energia parecida a la suya.

—¿Quién eres…? —murmuró Gibrán, dando un paso hacia él.

El hombre giró brevemente la cabeza. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una chispa conocida.

—¡Atrás, muchacho! ¡Estos no son simples golems, son guardianes del Olvido! —gritó el anciano mientras trazaba un círculo en el aire, liberando una onda de energía que pulverizó a dos de las criaturas.

Gibrán se unió a la lucha sin pensarlo. La sincronía entre ambos fue inmediata, como si hubieran entrenado juntos toda la vida. Cada movimiento del anciano era respondido por uno de Gibrán, como un eco perfecto.

Cuando el último gollum cayó, el silencio volvió a reinar. El anciano se apoyó en su vara, exhausto.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Gibrán, aún con el corazón latiendo con fuerza.

El hombre lo miró con una mezcla de tristeza y orgullo.

—Me llamaban Elías… Elías del Claro Verde.

Gibrán sintió que el mundo se detenía. Ese nombre… ese nombre lo había leído en el diario. Lo había escuchado en los susurros de su madre. Lo había sentido en los sueños.

—¿Abuelo?

Elías no respondió. Solo sonrió, con los ojos húmedos, y extendió una mano temblorosa hacia él.

Pero antes de que pudieran abrazarse, un rugido profundo sacudió el suelo. Desde las grietas abiertas por la batalla, comenzaron a emerger nuevas criaturas: las mantizamas que no son mas que mantis religiosas gigantes, de caparazón negro y ojos compuestos que brillaban como carbones encendidos. Sus patas delanteras, afiladas como guadañas, se movían con precisión letal, y sus alas vibraban con un zumbido que helaba la sangre, portan sacos hechos de tela de asbesto.

Y detrás de ellas, avanzando con paso lento pero firme, una figura encapuchada con una máscara de obsidiana. Su sola presencia parecía distorsionar el aire a su alrededor, como si el tiempo mismo dudara en tocarlo.

Elías frunció el ceño.

—Los Hijos del Silencio… no pensé que aún existieran.

Gibrán apretó su vara con fuerza. Sabía que la batalla aún no había terminado. Apenas comenzaba.

—No hay tiempo para lágrimas, Gibrán —dijo Elías, alzando su vara una vez más—. La grieta ha llamado a los que nunca debieron regresar.

El zumbido de las Mantizamas llenaba el aire, mezclado con los gritos de guerra de las hadas. Alas translúcidas chocaban contra caparazones endurecidos, y el cielo de Neraida se teñía de destellos verdes, dorados y negros. Las Vespaes, aliadas de Biff, descendían en picado como proyectiles vivientes, lanzando aguijones que explotaban al contacto.

En medio del caos, Biff sintió un vacío profundo en su pecho. Umbra… su creación más perfecta… había sido destruido.

—¡No! —rugió, con los ojos inyectados de furia.

Sin perder tiempo, se lanzó hacia el Necromicron, que yacía abierto sobre un pedestal de obsidiana. Las páginas del grimorio se movían solas, como si el libro supiera lo que su amo buscaba. Biff colocó su mano sobre un símbolo antiguo, y el libro se detuvo en un hechizo prohibido: Dominio del Alma Fragmentada.

—Si no puedo tener a Umbra… ¡tendré a todos! —susurró, comenzando el encantamiento.

Muy lejos de allí, Gibrán y Elías sintieron un estremecimiento en el aire. La vara del anciano vibró con una nota grave, y la de Gibrán respondió con un eco agudo.

—Está usando el Necromicron —dijo Elías, con el rostro endurecido—. Si completa ese hechizo, no solo nos controlará… podría romper el equilibrio del Velo.

—Entonces no podemos dejarlo terminar —respondió Gibrán, ya corriendo.

Ambos se lanzaron hacia el corazón del conflicto, esquivando explosiones de polen ígneo, rayos de luz y nubes de veneno. Las hadas, lideradas por Sairel, luchaban con una fiereza ancestral, invocando raíces vivas y espinas danzantes para frenar a las Vespaes. Pero las Mantizamas eran implacables, y por cada una que caía, dos más emergían de las grietas.

El cielo ardía. La tierra temblaba.

El Necromicron flotaba sobre el pedestal, girando lentamente, como si saboreara el conjuro que Biff recitaba. Su voz era un susurro y un trueno al mismo tiempo, y cada palabra que pronunciaba hacía que el aire se volviera más denso, más oscuro.

—¡Por las almas fragmentadas, por los nombres olvidados, por el eco del primer grito…! —entonaba Biff, con los ojos en blanco y las venas marcadas por una energía púrpura.

Gibrán y Elías llegaron justo cuando un círculo de runas se encendía bajo los pies de Biff. El anciano no dudó: alzó su vara y lanzó una onda de choque que desintegró parte del círculo, interrumpiendo el hechizo.

—¡No permitiré que uses ese libro para esclavizar a Neraida! —gritó Elías.

Biff giró lentamente, con una sonrisa malevola




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