El amanecer llegó teñido de ceniza y luz dorada. El campo de batalla, antes rugiente y caótico, ahora era un tapiz de silencio y susurros. Las hadas regeneradoras se movían con delicadeza entre los heridos, sus alas brillando con un resplandor suave mientras aplicaban néctar curativo y entonaban cantos de restauración.
Gibrán observaba en silencio desde una roca, con Angélica a su lado. Ambos estaban cubiertos de polvo y heridas, pero vivos. El abrazo que se habían dado aún parecía envolverlos, como si el mundo no pudiera tocarlos mientras estuvieran juntos.
—¿Crees que esto ha terminado? —preguntó Angélica, mirando la grieta aún abierta en el cielo.
—No —respondió Gibrán—. Pero por primera vez, no tengo miedo.
A lo lejos, Baco ayudaba a levantar una tienda improvisada para los heridos más graves. Aunque refunfuñaba como siempre, sus ojos estaban más serios que nunca.
En el centro del Claro Verde, la reina Sairel se alzó sobre una plataforma de raíces vivas. Su vestido estaba rasgado, y su corona de pétalos marchitos, pero su voz era firme.
—¡Hadas de Neraida! —proclamó, y su voz se amplificó con la magia del bosque—. Hoy hemos sobrevivido a una noche de sombras. Pero no hemos vencido. El Velo ha sido herido, y con él, nuestra conexión con la vida misma.
Las hadas comenzaron a reunirse en la explanada, algunas volando con dificultad, otras apoyadas en compañeras. Las Vespaes capturadas eran escoltadas por centinelas, y las Mantizamas que no habían huido se mantenían inmóviles, como esperando una nueva orden que no llegaba.
—Convoco a todas las especies aliadas —continuó Sairel—. A las hadas, a los guardianes, a los sabios, a los errantes. El Claro Verde será, una vez más, el corazón de la resistencia. Y esta vez… no lucharemos divididos.
Gibrán sintió que algo dentro de él se encendía. Elías, a su lado, asintió con gravedad.
—Es hora de que todos sepan la verdad sobre el Necromicron —dijo el anciano—. Y sobre lo que Biff realmente busca.
La explanada de Claro Verde se llenó de murmullos y alas agitadas. Las hadas se acomodaban en círculos concéntricos alrededor de la plataforma viva donde Sairel aguardaba. A su lado, Gibrán, Angélica, Elías y Baco formaban un pequeño grupo que contrastaba con la multitud mágica.
Sairel alzó una mano, y el silencio se hizo.
—Hoy no solo hemos sobrevivido. Hemos visto el rostro de la amenaza que se cierne sobre todos los reinos del Velo. Y para entenderla, debemos escuchar a quien ha regresado del olvido.
Elías dio un paso al frente. Su voz, aunque rasposa por los años y el encierro, tenía una fuerza que imponía respeto.
—Durante décadas, Biff buscó el Necromicron creyendo que era una fuente de poder absoluto. Pero lo que encontró fue algo peor: un libro que no solo contiene hechizos, sino fragmentos de realidades rotas. Ecos de mundos que colapsaron por su propia magia.
Las hadas murmuraron entre sí. Algunas se miraban con temor, otras con incredulidad.
—El Necromicron no fue creado en Neraida —continuó Elías—. Fue traído desde más allá del Velo, por los primeros Guardianes. Su propósito era sellarlo, no usarlo. Pero Biff… Biff encontró una forma de abrirlo. Y para hacerlo, necesitaba una llave viviente.
Gibrán sintió la mirada de todos posarse sobre él.
—Mi sangre —dijo en voz baja—. Él me usó sin que yo lo supiera.
—Porque tú eres el vínculo —explicó Elías—. Tu linaje, tu conexión con ambos mundos, te convierte en el catalizador perfecto. Pero no eres una herramienta. Eres la esperanza de que el Velo pueda sanar.
Sairel asintió solemnemente.
—Por eso, a partir de hoy, Gibrán será reconocido como Heraldo del Velo. No por su poder, sino por su voluntad de proteger lo que aún puede salvarse.
Las hadas aplaudieron con un zumbido armónico. Algunas lloraban. Otras alzaban sus varas en señal de respeto.
Angélica tomó la mano de Gibrán con fuerza. Él la miró, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin miedo.
—Esto apenas comienza —susurró ella. —Lo sé —respondió él—. Pero esta vez… no estoy solo.
Cuando la asamblea terminó, las hadas comenzaron a dispersarse en pequeños grupos, algunas para descansar, otras para reforzar los límites del Claro. Angélica se quedó un momento en silencio, observando la grieta en el cielo que aún palpitaba como una herida abierta y fue entonces cuando la reina Alondra la cual su túnica estaba manchada de savia y su mirada era más intensa que nunca se acerco a ella.
—Angélica —dijo con voz suave pero firme—. Has sido más que testigo. Has sido puente, catalizador, y escudo. Pero ahora debes ser también espada.
De entre sus ropas, Alondra sacó un pequeño relicario de cristal en forma de lágrima, suspendido en una cadena de hilos de seda y raíz.
—Esto es un Lácristal. Contiene la esencia de una estrella caída en el Velo. Solo responde a quienes sienten profundamente… y tú, niña, sientes más de lo que dejas ver.
Angélica lo tomó con manos temblorosas. Al contacto, el relicario brilló con una luz cálida, y una corriente de energía recorrió su cuerpo. No era magia destructiva, sino protectora, viva, como si el Velo mismo la reconociera.
—Gracias —susurró, y por primera vez, se sintió parte de algo más grande que ella.
Muy lejos del Claro Verde, en una caverna oculta entre raíces negras y niebla espesa, Biff se arrodillaba frente a un altar de piedra. Su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de furia contenida. La prisión de luz lo había debilitado, pero no destruido.
—Fallaste —dijo una voz grave desde las sombras.
Zarcon emergió de entre la penumbra. Su armadura de quitina estaba agrietada, y su rostro mostraba una mezcla de desprecio y preocupación.
—Umbra fue destruido. El Necromicron sellado. Y el Heraldo… fue liberado de donde lo deje encerrado.
Biff levantó la cabeza, con los ojos encendidos.