Un giro inesperado

Capítulo 28: El guardian caido

El salón de la colmena de Sairel era un espacio vivo, suspendido entre ramas gigantes y paredes de ámbar translúcido. La luz del sol filtrada por las hojas creaba un ambiente cálido, casi sagrado. En el centro, una mesa de savia endurecida reunía a los principales líderes de Neraida: Sairel, Alondra, representantes de las tribus del bosque, del pantano y del cielo. También estaban Baco, Angélica y Gibrán, sentados junto a Elías.

El anciano respiró hondo. Su voz, aunque pausada, tenía el peso de los años y la verdad.

—Fui uno de los primeros Guardianes del Velo. No por linaje, sino por elección. El Velo no solo separa mundos… también protege la memoria de lo que fuimos. Nosotros, los Guardianes, juramos mantenerlo intacto.

Todos escuchaban en silencio. Incluso las paredes parecían contener el aliento.

—Biff fue uno de nosotros. Brillante, ambicioso… y peligroso. Descubrió que el Necromicron no solo contenía hechizos, sino puertas. Puertas a realidades donde el Velo había sido destruido. Mundos donde la magia se había vuelto locura.

Sairel frunció el ceño.

—¿Y por qué no lo detuvieron?

—Lo intentamos —respondió Elías—. Pero él ya había sembrado dudas, corrompido mentes. Cuando descubrí que planeaba usar a mi nieto como llave, lo enfrenté. Y por eso… me encerró en las mazmorras del Bastión de Piedra, con ayuda de sus aliados.

Gibrán apretó los puños.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Porque no lo recordabas aún. Y porque el Velo… protege incluso de la verdad, cuando esta puede destruirte.

Angélica, que había permanecido en silencio, habló con firmeza:

—Entonces debemos prepararnos. Si Biff aún vive, y la grieta sigue abierta, no podemos esperar a que ataque de nuevo.

Alondra asintió.

—Y tú, Angélica, ya no eres solo una testigo. El Lácristal ha respondido a ti. Eres un canal entre mundos, como Gibrán. Pero distinta. Complementaria.

Sairel se puso de pie.

—Entonces que se escuche en todo Neraida: el tiempo de los secretos ha terminado. El Velo está herido, pero no roto. Y mientras haya quienes lo defiendan… no caerá.

La mañana en la Tierra No Mágica había comenzado como cualquier otra. El padre de Gibrán regaba las plantas del pequeño jardín, mientras Rebeca su madre preparaba café en la cocina, con la radio encendida en un volumen bajo. Todo parecía en calma… hasta que el cielo cambió.

Primero fue un parpadeo. Como si el sol titilara. Luego, una línea delgada, negra como tinta fresca, apareció entre las nubes. No era una nube. No era un avión. Era una grieta.

—¿Viste eso? —preguntó el padre, dejando caer la regadera.

La madre salió al porche, con la taza aún en la mano. El vapor del café se disipó en el aire frío que de pronto se había colado en la atmósfera.

—Eso no es normal —dijo ella, con la voz apenas audible.

La grieta no se movía. No se expandía. Pero tampoco desaparecía. Estaba ahí, suspendida, como una cicatriz en el cielo. Y aunque no emitía sonido alguno, ambos sintieron un zumbido en el pecho. Un eco que no venía de fuera, sino de dentro.

—Es como… como si algo estuviera mirando —susurró él.

Ella asintió, con los ojos fijos en la grieta.

—Y no le gusta lo que ve.

En ese instante, las luces de la casa parpadearon. La radio se apagó. Los pájaros en los árboles dejaron de cantar. Y por un segundo, el mundo pareció contener el aliento.

—¿Crees que tenga que ver con Gibrán? —preguntó él, con un nudo en la garganta.

—Lo sé —respondió ella, sin dudar—. Lo siento en los huesos. Algo se ha roto. O está por cruzar.

Ambos se tomaron de la mano, sin decir más. Porque sabían que lo que fuera que había aparecido en el cielo… no era de este mundo.

En el lado sur de la ciudad, donde las calles aún olían a óxido y a vapor de la fábrica recién cerrada, los padres de Angélica vivían en una casa modesta, de esas que guardan más recuerdos que metros cuadrados. La mañana había comenzado con una calma extraña, como si el mundo estuviera conteniendo el aliento.

Fue entonces cuando lo vieron.

La grieta.

No era una ilusión óptica ni un fenómeno atmosférico. Era real. Suspendida en el cielo como una herida abierta, palpitante, y demasiado cerca. Tan cerca que parecía colgar justo encima de la antigua chimenea de la fábrica, como si el lugar mismo hubiera sido elegido por algo que no pertenecía a este mundo.

Y luego, el estruendo.

Un rugido sordo, profundo, que no venía del cielo ni de la tierra, sino de algún lugar intermedio. Las ventanas vibraron. La vajilla tembló en los estantes. La casa entera pareció respirar con miedo.

La radio, que hasta entonces transmitía música suave, cambió abruptamente a un boletín urgente: “...autoridades aún no han emitido una explicación oficial, pero testigos aseguran que la grieta en el cielo se ha expandido. Se recomienda a la población mantener la calma y no salir de sus hogares…”

El padre de Angélica bajó el volumen, pero la voz seguía resonando en su cabeza. No era solo miedo. Era reconocimiento. Algo en su interior le decía que esto no era un fenómeno natural. Era una advertencia.

El teléfono fijo sonó. Una línea directa, que casi nunca usaban.

—¿Sí?

La voz del gobernador era tensa, sin rodeos.

—Necesito que venga a las oficinas. Inmediatamente. Usted es el único que ha trabajado con energía interdimensional. No podemos permitir que esto se nos salga de control.

El padre de Angélica colgó sin responder. Se giró hacia su esposa, que ya sabía lo que iba a decir.

—Es por Angélica, ¿verdad? —preguntó ella, con los ojos húmedos.

Él asintió.

—Y por todos los demás. Esto… esto no es solo una grieta. Es una puerta. Y alguien la está empujando desde el otro lado.

El edificio del gobierno estatal estaba rodeado de patrullas, drones de vigilancia y periodistas que no dejaban de lanzar preguntas al aire. Pero el padre de Angélica no necesitó identificarse. Apenas bajó del auto, un agente lo escoltó directamente al interior.




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