La habitación que Sairel les había asignado era cálida y silenciosa. Las paredes, hechas de corteza viva, respiraban con lentitud, y el techo de pétalos traslúcidos dejaba pasar una luz suave, como si el bosque quisiera proteger ese momento.
Gibrán cerró la puerta con cuidado. Elías, su abuelo, estaba sentado en un sillón de musgo trenzado, con la mirada perdida en la copa de infusión que sostenía entre las manos.
—¿Estás cómodo? —preguntó Gibrán, con una mezcla de ternura y respeto.
Elías asintió, pero no respondió de inmediato. Su rostro, marcado por los años y el encierro, parecía más joven bajo esa luz. Finalmente, alzó la vista.
—No sabes cuántas veces soñé con este momento —dijo—. Pero nunca imaginé que sería así. Que tú… serías quien me liberara.
Gibrán se sentó frente a él. No dijo nada. Solo sacó de su mochila la vara fusionada. La colocó sobre la mesa, entre ambos.
Elías se quedó inmóvil. Sus ojos se abrieron con asombro. La vara brillaba con una luz verde y dorada, y las runas de ambas mitades danzaban al unísono, como si hubieran nacido para encontrarse.
—¿Cómo…? —susurró Elías, sin atreverse a tocarla.
—La mía… y la tuya —dijo Gibrán—. Se unieron solas. Cuando la tomé del Refugio del Guardián.
Elías alargó la mano. Sus dedos temblaban. Al rozarla, una chispa de energía recorrió la habitación. No era agresiva. Era reconocimiento.
—Esto… esto no debería ser posible —murmuró—. Solo un Guardián verdadero… solo alguien elegido por el Velo…
Se interrumpió. Lo miró. Y entonces, sonrió.
—Eres más que digno, Gibrán. Eres lo que yo nunca pude ser. Lo que el Velo necesitaba… y no sabía cómo pedir.
Gibrán sintió un nudo en la garganta. Elías se inclinó hacia él, con los ojos húmedos.
—Estoy orgulloso de ti, muchacho. No por lo que hiciste. Por lo que eres. Por lo que aún vas a hacer.
Se abrazaron. Largo. Silencioso. Como si el tiempo se detuviera para honrar ese reencuentro.
Muy lejos de allí, en una caverna donde la luz no entraba, Biff caminaba entre gollums recién nacidos. Criaturas deformes, de hueso y savia negra, con ojos vacíos y bocas selladas por hilos de seda oscura.
—No me importa el equilibrio —murmuraba—. No me importa el Velo. No me importa Neraida.
Zarkon lo observaba desde las sombras, en silencio.
—¿Y si destruyes todo? —preguntó.
—Entonces que se destruya —respondió Biff—. Pero que lo haga conmigo en el centro.
El Necromicron flotaba a su lado, abierto, latiendo. Biff alzó una daga de obsidiana.
—Si el Velo no se rompe solo… lo romperé yo.
Y con un gesto, comenzó a trazar un nuevo círculo de invocación. Uno que no buscaba abrir portales… sino desgarrarlos.
En la Tierra No Mágica, el despacho del alcalde estaba en caos. Angélica, aún pálida por el viaje, sostenía una carpeta con documentos y grabaciones que había traído de Neraida. Su padre la escuchaba con el ceño fruncido, mientras afuera, los helicópteros del gobierno sobrevolaban la ciudad.
—Papá, si detonan esa bomba… no solo destruirán la grieta. Destruirán el Velo. Y con él, todo lo que conecta nuestros mundos.
—¿Estás segura? —preguntó él, con la voz tensa.
—Lo vi. Lo sentí. El Velo está herido, pero vivo. Si lo atacan… morirá.
El alcalde se levantó de golpe. Caminó hacia la ventana. Luego, tomó el teléfono.
—Quiero una audiencia con el presidente. Hoy. No importa la hora. Díganle que es por seguridad nacional.
Angélica lo miró, sorprendida.
—¿Crees que nos escuche?
—No lo sé —respondió él—. Pero si no lo intento… entonces sí habremos perdido.
El alcalde salió de la sala sin responder. Afuera, el cielo estaba gris y al horizonte la enorme grieta que surcaba el cielo con mirada atemorizante, y en la mente de el una decisión comenzaba a tomar forma.
El salón presidencial era frío, elegante y silencioso. Las paredes estaban cubiertas de madera oscura, y en el centro, una mesa ovalada de mármol blanco reflejaba las luces del techo como si fuera hielo.
El presidente, un hombre de rostro severo y mirada calculadora, estaba sentado al centro. A su derecha, el jefe de seguridad nacional, con uniforme impecable y una carpeta negra cerrada frente a él. A la izquierda, el alcalde —padre de Angélica—, con el rostro tenso y los ojos cansados. Junto a él, Angélica, de pie, con la bufanda morada en el cuello y una carpeta en las manos.
—Señor presidente —comenzó el alcalde—, gracias por recibirnos. Sé que el país está en alerta, pero lo que venimos a decirle… puede evitar una catástrofe.
El presidente no respondió de inmediato. Solo asintió con un leve gesto.
—Tienen cinco minutos —dijo el jefe de seguridad, sin levantar la vista de su carpeta—. Luego debemos continuar con la operación de contención.
Angélica dio un paso al frente.
—No deben detonar nada —dijo, con voz firme—. La grieta que apareció no es una falla geológica. Es un punto de conexión entre dos mundos. Si la atacan… destruirán el Velo. Y con él, todo lo que mantiene el equilibrio entre nuestro mundo y el otro.
El jefe de seguridad soltó una risa breve, seca.
—¿El otro mundo? ¿Está hablando de hadas, señor alcalde?
—Estoy hablando de hechos —interrumpió Angélica—. Estuve allí. Vi lo que hay al otro lado. Vi cómo se abrió la grieta. Y sé lo que pasará si la rompen.
El presidente la observó con atención. No con burla. Con cálculo.
—¿Y qué propone, señorita? ¿Que dejemos una anomalía abierta en medio del país? ¿Que confiemos en… magia?
—Propongo que escuchen —dijo el alcalde—. Que revisen los informes. Que hablen con los científicos que han detectado alteraciones en el campo electromagnético. Que vean las imágenes térmicas. Nada de eso es natural. Y si mi hija dice que hay algo más allá… yo le creo.
El jefe de seguridad golpeó la mesa con la palma abierta.
—¡Esto no es un juego, señor alcalde! ¡Tenemos órdenes de sellar la grieta antes de que se expanda! ¡Y si eso implica una detonación… se hará!