El cielo ya no era el mismo; sobre la ciudad, las nubes se arremolinaban como si algo invisible las guiara. El cielo ya no obedecía las reglas del tiempo: el sol salía y se ocultaba sin lógica, y la luna aparecía en pleno mediodía, pálida, como un ojo que todo lo observa. Las estaciones parecían confundidas: flores de primavera brotaban en pleno verano, mientras hojas secas caían de árboles que no deberían haber mudado.
Los animales fueron los primeros en notarlo.
Los gallos cantaban a toda hora, como si hubieran perdido la noción del amanecer. Caminaban en círculos, desorientados, picoteando el aire como si buscaran algo que no estaba allí. Los perros ladraban sin cesar, mirando rincones vacíos, con el lomo erizado y las orejas tensas. Los gatos, por su parte, se volvían huraños, agresivos, como si algo en su instinto ancestral les advirtiera de un peligro invisible.
En las peceras, los peces flotaban sin vida. No había signos de enfermedad. Solo cuerpos inmóviles, como si una radiación silenciosa los hubiera alcanzado. En los campos, las vacas mugían con desesperación, y las aves migratorias cambiaban de rumbo a mitad del vuelo, como si el norte hubiera desaparecido.
Los humanos comenzaban a sentirlo también.
Dolores de cabeza inexplicables. Sueños compartidos. Voces que susurraban en lenguas olvidadas. Algunos despertaban con símbolos en la piel que desaparecían al contacto con la luz. Otros, simplemente… lloraban, sin saber por qué.
El Velo no solo se filtraba.
Estaba descomponiendo la lógica del mundo humano.
No con violencia, sino con una lentitud inquietante. Como una enfermedad que no se ve, pero se siente. Como una grieta en el cristal de la realidad, que se expande sin romperse del todo… todavía.
Una energía oscura, antigua, comenzaba a deslizarse por las rendijas del mundo. No era visible, pero se manifestaba en los gestos, en los pensamientos, en los sueños. La gente discutía sin razón. Los niños lloraban sin consuelo. Los adultos despertaban con miedo, sin saber por qué.
Y los más sensibles… comenzaban a cambiar.
Algunos se volvían agresivos. Otros, apáticos. Como si algo dentro de ellos estuviera siendo reemplazado. Como si una parte de su humanidad se estuviera desvaneciendo, absorbida por una fuerza que no comprendían.
Los animales lo sabían. Las plantas lo sentían. Y los humanos… empezaban a intuirlo.
Si no se hacía algo pronto, no habría marcha atrás.
El Velo no solo conectaba mundos. También los protegía. Y ahora, al romperse, estaba dejando entrar algo que nunca debió cruzar.
En el búnker presidencial, los monitores mostraban imágenes satelitales de la grieta. Aunque no se había expandido, su energía se había intensificado. Las ondas electromagnéticas interferían con las comunicaciones. Las brújulas fallaban. Y en ciertas zonas, la gravedad parecía fluctuar por segundos.
El presidente observaba en silencio. A su lado, el jefe de seguridad nacional hablaba con tono urgente por radio, pero su voz temblaba.
—Esto ya no es una amenaza local —dijo el presidente—. Es una transformación.
—¿Y si no es una invasión? ¿Y si es… un llamado? Dijo el presidente, y el jefe de seguridad nacional, estaba preocupado y atento a cualquier anomalia mas que se pudiera presentar.
La casa estaba en silencio. Afuera, el viento soplaba con una cadencia extraña, como si arrastrara voces lejanas entre las ramas. Angélica estaba sentada en la mesa del comedor, con los codos apoyados y la mirada perdida en la piedra de Chronia que colgaba de su cuello.
Desde que regresó de Neraida, la piedra había vibrado de forma intermitente. Pero esa noche… algo cambió.
Un pulso. Luego otro. Más fuerte. Más profundo. Como un corazón que no era suyo, latiendo dentro de ella.
Angélica la tomó entre los dedos. Estaba tibia. Viva.
Cerró los ojos.
Y entonces lo vio.
Destellos de Neraida. El Claro Verde envuelto en niebla. La grieta, suspendida en el cielo como una herida abierta. Y Gibrán… de pie frente a ella, con la vara fusionada en alto, rodeado de luz y sombra.
Sintió el Velo. Sintió su urgencia. Su dolor. Su esperanza.
Abrió los ojos de golpe, jadeando.
Se levantó de la silla como si algo la empujara desde dentro.
—Papá… necesito salir —dijo, con la voz temblorosa pero decidida.
El alcalde, que estaba en la sala revisando informes, se giró de inmediato.
—¿Salir? ¿A dónde vas?
Angélica miró la piedra. Vibraba con más intensidad, como si supiera que había sido escuchada.
—No lo sé. Pero la piedra sí.
El padre la observó en silencio por un momento. Luego se acercó, con el rostro serio, pero los ojos llenos de algo más profundo: fe.
—Entonces no vas sola —dijo—. Te acompaño.
Angélica asintió. No sabía a dónde la llevaría ese camino. Pero sí sabía que no podía ignorarlo. Porque el Velo la estaba llamando.
Y esta vez… no pensaba mirar hacia otro lado.
En las calles, la gente comenzaba a notar lo imposible. Un niño dibujó un mapa de Neraida sin haberlo visto jamás. Una mujer ciega describió con precisión el Claro Verde. Un anciano, en coma desde hacía años, despertó murmurando el nombre de Sairel.
El Velo no solo se filtraba. Estaba despertando memorias dormidas. Ecos de un tiempo en que los mundos no estaban separados.
Y si no se contenía pronto… esos ecos podrían volverse gritos.