La vara de Gibrán respondió con un destello dorado. Vibraba con una frecuencia que no era solo mágica, sino emocional. Como si reconociera el lugar donde había nacido su propósito y lo comprendió, al cruzar el último umbral del bosque, que el corazón del Velo no era un lugar.
Era un estado.
El aire cambió. Se volvió cristalino, como si cada molécula estuviera hecha de luz líquida. El silencio no era ausencia de sonido, sino una presencia viva, palpitante. El suelo, cubierto de líquenes que brillaban con un resplandor suave, parecía latir bajo sus pies, como si caminara sobre el pecho de un ser dormido.
El cielo sobre ellos no era cielo. Era un domo de energía suspendida, donde las constelaciones se movían lentamente, como si el tiempo mismo se hubiera rendido ante la magia del lugar.
En el centro del claro, flotando sin tocar el suelo, se alzaba una estructura imposible: una espiral de raíces vivas entrelazadas con haces de luz pura. No tenía forma definida, pero evocaba la imagen de un corazón… uno que latía con la memoria de todos los mundos.
—Estamos aquí —susurró Sairel, con reverencia—. El núcleo del Velo.
La vara de Gibrán respondió con un destello dorado. Vibraba con una frecuencia que no era solo mágica, sino emocional. Como si reconociera el lugar donde había nacido su propósito.
El Necrómicron, aún cerrado, descansaba en la mochila de Gibrán, pero se agitaba levemente, como si reconociera el lugar. Vibraba con una emoción extraña, como si entendiera que, por fin, había regresado a su punto de origen, al sitio donde siempre debió estar.
Entonces, sin previo aviso, una grieta de luz se abrió frente a ellos.
Pero no era como las anteriores. Su forma y color eran distintos, más densos, más antiguos. Tenía dos ranuras talladas con precisión: una puerta de doble llave.
Solo podía abrirse desde ambos lados.
Del lado de Gibrán, la ranura tenía forma de triángulo. Del lado de Angélica, un óvalo. Ambos, en un silencio solemne, insertaron sus llaves.
La grieta desapareció de golpe, como si nunca hubiera existido, revelando en su lugar la figura del otro al otro lado... y entre ellos, un sendero. Un camino flotante que los conducía hacia una escalera descendente, sabian que los llevaria al centro del corazon del velo.
Angelica cruzó unico camino que se hizo hacia Gibran con la piedra de Chronia en la mano, su padre detrás de ella, atónito por lo que veía. Al pisar el claro, la piedra y la vara vibraron al unísono, como si se reconocieran.
Gibrán la miró. Ella lo miró.
Y el mundo se detuvo.
—Estás aquí —dijo él, con la voz quebrada.
—La piedra me trajo —respondió ella—. Y tú… me llamaste.
Se acercaron. No corrieron. No gritaron. Solo caminaron uno hacia el otro, como si cada paso cerrara una herida invisible.
Cuando se abrazaron, el corazón del Velo brilló con una intensidad que hizo temblar los árboles.
Elías observó en silencio, con una mano sobre el pecho. Sairel sonrió, y Alondra bajó el arco. Incluso el padre de Angélica, que no entendía del todo lo que veía, sintió que algo sagrado ocurría ante sus ojos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Angélica, aún abrazada a Gibrán.
Él alzó la vara. Ella alzó la piedra.
—Lo que vinimos a hacer —dijo Gibrán—. Terminar con esto.
Y juntos, Gibrán y Angélica se encaminaron hacia las escaleras que descendían hacia lo desconocido, hacia el corazón del Velo.
Angélica no miró atrás. Su padre, de pie en el umbral, comprendió en silencio lo que eso significaba. Ya no era una niña que necesitaba su protección. Era una figura de destino, de elección propia. Y aunque todo en su pecho le pedía que la llamara, que le tendiera una última advertencia o una despedida, no dijo nada.
Solo bajó los brazos y la dejó ir.
Porque entendía, con esa sabiduría amarga que da el amor verdadero, que había llegado el momento de soltar.
Sariel también guardó silencio. Él, y el resto del grupo, sabían que su camino con ellos había terminado. Sus pasos habían sido guía, escudo y compañía… pero ahora el sendero que se abría no les pertenecía. Lo demás—lo más importante—le correspondía a ellos dos.
Entonces, sin palabras, los vieron alejarse.
La luz del portal brilló con un resplandor suave, casi reverente, cuando Gibrán y Angélica descendieron. A cada escalón, el mundo anterior quedaba más atrás, como un susurro que se disuelve en el viento.
Lo que aguardaba en el fondo no era solo un misterio.
Donde todo comenzó.
Mientras el Velo se cerraba tras ellos y la grieta de luz se desvanecía como si nunca hubiera existido, el mundo pareció contener el aliento. El aire tembló por un instante —leve, imperceptible— y entonces sucedió.
Una última chispa.
Un destello fugitivo escapó del Necrómicron en el preciso instante antes de su destrucción total. No fue fuego ni luz común. Era algo más: un fragmento puro de intención antigua, de poder sin amo.
Nadie la vio. Nadie la sintió.
Ni Gibrán, ni Angélica, ni siquiera el Velo que todo lo vigila.
La chispa cayó en silencio absoluto, flotando por un instante suspendida entre los mundos…
…y luego descendió.
Lenta, delicada, casi con reverencia, atravesó la superficie del suelo mágico, hundiéndose más allá de la raíz, más allá del hueso de la tierra, hasta tocar una cámara olvidada de poder dormido.
Se enterró como una semilla, diminuta y perfecta, en la carne viva de la magia.
Y allí, en la oscuridad profunda, donde nada debería recordar…
…algo lo hizo.
Algo antiguo.
Algo que no había despertado en siglos.
Algo que, al sentir la chispa, susurró en voz baja, como si probara el sabor de una memoria prohibida:
—Yo... fui.
Y el silencio dejó de ser total.
Y donde todo… debía renacer.