Un giro inesperado el origen

Capítulo 2: El primer pacto

El campo de batalla se desvaneció como humo en el viento. Gibrán intentó aferrarse a la imagen, pero el suelo bajo sus pies se volvió líquido, y el aire, una corriente de memorias. Angélica gritó su nombre, pero su voz fue absorbida por el Velo.

Entonces, todo se detuvo.

Estaban de pie en un claro bañado por una luz dorada que no venía del sol. A su alrededor, árboles altísimos con hojas cristalinas susurraban en un idioma antiguo. El aire olía a tierra húmeda y flores recién nacidas. No era un recuerdo. Era el origen.

Frente a ellos, tres figuras se encontraban en el centro del claro:

  • Una mujer de cabellos como hilos de plata y ojos verdes como el musgo: Lirael, la reina de las hadas.

  • Un joven humano de piel cobriza y mirada intensa, con una vara de madera viva en la mano: Kael, el hijo del fuego.

  • Y una figura etérea, de alas oscuras y mirada profunda, que parecía moverse entre la luz y la sombra: Nyssara, el hada de las sombras.

Los tres estaban rodeados por representantes de ambas razas: humanos con túnicas bordadas con símbolos mágicos, y hadas de distintas formas y tamaños, algunas aladas, otras con cuerpos de agua o fuego.

Lirael alzó la voz, y aunque no gritó, su tono resonó como un canto en el alma de Gibrán y Angélica.

—Hoy sellamos el pacto. No como dos pueblos distintos, sino como uno solo. Que la magia fluya entre nosotros como el río entre sus orillas. Que el conocimiento se comparta. Que la armonía sea ley.

Kael asintió solemnemente.
—Los humanos aprenderemos de ustedes, y protegeremos lo que juntos sembremos.

Nyssara sonrió, pero sus ojos se desviaron un instante hacia el bosque, como si ya supiera que algo se rompería.

Gibrán y Angélica sintieron un nudo en el pecho al ver lo que tenían frente a ellos. El claro donde se reunían los ancestros no era solo un lugar sagrado, era el nacimiento de una era. Ellos estaban escondidos detrás de unos matorrales, apenas respirando, como si el más leve sonido pudiera alterar el curso de lo que estaban presenciando.

Lirael, Kael y Nyssara estaban en el centro del recinto, rodeados por representantes de ambas razas. El aire vibraba con una energía antigua, como si el mundo contuviera el aliento.

Gibrán susurró, con la voz quebrada por la emoción:

—¿Estamos viendo el principio… o el principio del fin?

Angélica no respondió. Estaba llorando en silencio, con las manos apretadas contra el pecho. No por tristeza, sino por la belleza y la fragilidad de lo que estaban presenciando. Era un momento puro, lleno de esperanza… y sin embargo, el Velo les había mostrado lo que vendría después.

La ceremonia concluyó con un canto antiguo, entonado por hadas y humanos al unísono. Era una melodía sin palabras, tejida con magia y memoria, que se elevó como una brisa dorada sobre el claro. Lirael alzó su báculo de cristal y lo clavó suavemente en el suelo. De él brotó una flor luminosa, símbolo del pacto sellado.

Los presentes comenzaron a dispersarse, algunos hacia los árboles, otros hacia el río que serpenteaba cerca del claro. Un grupo de jóvenes humanos, riendo y celebrando, se desvistieron y corrieron hacia el agua, dejando sus túnicas y cinturones ceremoniales sobre las rocas.

Gibrán observó en silencio, luego miró a Angélica.
—Es nuestra oportunidad.

Ella asintió. Sin decir palabra, ambos se deslizaron entre los matorrales, cuidando cada paso. Cuando estuvieron seguros de que nadie los veía, tomaron dos de las túnicas más sencillas, de lino blanco con bordes verdes. Las suyas, modernas y fuera de lugar, las enterraron bajo un árbol retorcido, cubriéndolas con hojas y tierra.

—Ahora sí —susurró Angélica, ajustándose el cinturón de tela—. Somos parte de este tiempo.

Gibrán sonrió, aunque su mirada seguía cargada de asombro.
—Y estamos justo donde todo comenzó.

Gibrán ajustó la túnica robada y miró a Angélica con una mezcla de nerviosismo y duda.

—¿Y ahora qué? No entendi nada de lo que dijeron en la ceremonia. Este idioma… es de los orígenes.

Angélica iba a responder, pero la vara que Gibrán llevaba colgada a la espalda comenzó a emitir un leve zumbido. Vibraba, como si despertara ante la energía del lugar.

Gibrán la tomó con ambas manos. La madera cálida palpitaba como un corazón vivo. Entonces, de la punta de la vara brotó una pequeña esfera de luz azulada, que flotó frente a ellos. Dentro de ella, giraban símbolos, fragmentos de runas y ecos de voces antiguas.

—¿Qué es eso? —susurró Angélica.

—Una porción del Velo —respondió Gibrán, sin saber cómo lo sabía.

La esfera se dividió en dos hilos de luz que entraron suavemente por sus oídos. No dolió. Fue como si una puerta se abriera en su mente. De pronto, los sonidos del entorno cobraron sentido. Las palabras de los humanos y las hadas ya no eran extrañas, sino familiares. No solo las entendían… las sentían.

—Ahora sí —dijo Angélica, con una sonrisa temblorosa—. Podemos hablar con ellos.

Gibrán asintió, mirando la vara con respeto renovado.
—Nos está guiando. El Velo quiere que veamos esto… desde adentro.

Vestidos con las túnicas ceremoniales y con la comprensión del idioma fluyendo en sus mentes como un río recién liberado, Gibrán y Angélica caminaron hacia el asentamiento. El sendero estaba bordeado por flores que se abrían al paso, como si reconocieran la presencia de algo antiguo en ellos.

Claro Verde no era una aldea común. Las casas humanas estaban construidas con piedra viva, tejidas con raíces que se movían lentamente, como si respiraran. Las moradas de las hadas flotaban entre ramas, suspendidas por hilos de luz. En el centro, un gran árbol cristalino se alzaba como un faro de unidad.

Un grupo de niños —humanos y hadas— jugaba cerca de una fuente que cantaba al caer. Uno de ellos, un niño humano de cabello rizado, los vio acercarse y corrió hacia ellos con curiosidad.



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En el texto hay: magia, amistad, hadas y trolls

Editado: 22.07.2025

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