Un giro inesperado el origen

Capítulo 5: El hijo del fuego

El fuego no siempre destruye. A veces, revela.

Kael lo había entendido desde niño, cuando las llamas danzaban a su alrededor sin consumirlo. Mientras otros temían el calor, él lo abrazaba. No era solo un don: era una señal. Una promesa de que estaba destinado a algo más grande que obedecer reglas que no había escrito.

Desde su llegada al consejo, Kael había sido una anomalía. Humano, sí, pero con una afinidad mágica que rivalizaba con la de los elfos del bosque. Algunos lo admiraban. Otros lo temían. Pero todos sabían que su presencia era una excepción cuidadosamente tolerada.

Esa mañana, mientras el sol apenas tocaba las copas de los árboles, Kael caminaba solo por el Sendero de los Pactos. A su alrededor, los símbolos antiguos brillaban con una luz tenue, recordándole el juramento que unía a humanos y hadas desde hacía siglos.

—¿Y si ya no basta? —murmuró para sí.

El pacto había traído paz, sí. Pero también límites. Restricciones. Prohibiciones que impedían a los humanos acceder a ciertos saberes, a ciertas zonas de Neraida, a ciertos secretos del Velo.

Kael se detuvo frente a una piedra cubierta de musgo. En ella, grabado con runas antiguas, estaba el símbolo del primer acuerdo: dos manos entrelazadas, una humana y otra de hada, rodeadas por un círculo de luz.

—¿Y si el círculo es una jaula? —susurró.

Desde hacía semanas, Kael había sentido algo distinto en el aire. Una vibración. Un llamado. Como si el Velo, esa barrera invisible que separaba los mundos, estuviera debilitándose. O respondiendo a alguien.

Y no era la primera vez que lo sentía.

En sus sueños, veía fuego. No el suyo, sino uno más antiguo. Más salvaje. Y una figura que lo observaba desde el otro lado del Velo. Una figura con ojos como brasas y una voz que decía su nombre como si lo conociera desde antes de nacer.

—Kael…

El eco de ese susurro lo perseguía incluso despierto.

Esa noche, en la sala del consejo, Kael alzó la voz por primera vez en mucho tiempo.

—Propongo revisar los términos del pacto —dijo, con firmeza—. No para romperlo, sino para entenderlo. Para saber qué se nos ha ocultado.

Los murmullos estallaron como un enjambre. Algunos lo miraron con desconfianza. Otros con miedo. Pero nadie se atrevió a interrumpirlo.

—El Velo no es solo una barrera. Es una puerta. Y si no sabemos quién la custodia… entonces no somos guardianes. Somos prisioneros.

Y en el fondo de la sala, una figura encapuchada —una que no pertenecía al consejo— sonrió en silencio.

Despues del consejo Kael no regresó a su cabaña. En lugar de eso, descendió por un sendero oculto entre raíces y helechos, uno que solo los miembros más antiguos conocían. Allí, bajo la tierra, se encontraba el Archivo de los Ecos, una cámara sellada donde se guardaban los registros prohibidos: fragmentos de historia, conjuros olvidados, y visiones que el pacto había declarado demasiado peligrosas para ser compartidas.

Kael colocó su palma sobre la piedra de entrada. Un resplandor rojo brotó de su piel, y la puerta se abrió con un suspiro antiguo.

Dentro, el aire olía a ceniza y a tiempo detenido.

—Muéstrame lo que se oculta tras el Velo —susurró.

Los cristales de memoria comenzaron a brillar. Uno de ellos, el más oscuro, vibró al escuchar su voz. Kael lo tomó entre sus manos, y una visión lo envolvió:

Un bosque en llamas. Una figura humana de cabello oscuro y ojos encendidos caminando entre los árboles sin arder. A su lado, un hada de fuego, con alas como brasas vivas. Ambos alzaban una vara dorada hacia el cielo, y el Velo —una cortina de luz líquida— se abría ante ellos como una herida.

—Misael… y Nythera —murmuró Kael, reconociendo los nombres que solo había escuchado en susurros.

La visión cambió. Misael hablaba ante un grupo de humanos y hadas reunidos en un círculo de piedra.

“El pacto nos limita. Nos divide. Pero el Velo… el Velo puede unirnos. No como antes, sino como nunca antes ha sido.”

Kael sintió un estremecimiento. No por miedo, sino por afinidad. Las palabras de Misael resonaban con sus propias dudas, sus propios deseos.

Cuando la visión terminó, Kael cayó de rodillas. No por debilidad, sino por la magnitud de lo que acababa de ver.

—¿Y si tenía razón? —se preguntó—. ¿Y si el pacto ya no es suficiente?

Detrás de él, una sombra se movió entre los estantes. No era una criatura. Era una presencia. Algo que había despertado al sentir su fuego.

Y en lo más profundo del archivo, una grieta invisible se abrió en el Velo.

Días después de su encuentro con los secretos del Velo, Kael volvió al claro de entrenamiento. No como participante, sino como espectador. Se mantuvo a la sombra de los árboles, observando en silencio a los jóvenes humanos que practicaban con varas, cánticos y esferas de energía.

Fue entonces cuando lo vio.

Misael.

Lo reconoció de inmediato, aunque nunca lo había visto antes. No por su rostro, sino por su aura. Había algo en él que le resultaba inquietantemente familiar. Su poder no fluía como el de los demás; no danzaba, no se ofrecía. Se imponía. Era una fuerza que no pedía permiso.

Kael lo observó con atención. Su postura era segura, su mirada intensa, y su voz —cuando hablaba con los demás— tenía un tono seductor, casi hipnótico. No era un mago de nacimiento. Era algo más peligroso: un visionario sin freno.

Había llegado a Claro Verde como parte de un antiguo intercambio entre mundos, cuando el Velo aún permitía el paso de los elegidos. Aprendió junto a Gibrán y Angélica, compartiendo con ellos los secretos del equilibrio, los cantos del Velo y las historias del primer Guardián.

Pero mientras Gibrán buscaba comprender, y Angélica resonar con la armonía del mundo, Misael solo quería una cosa: poder.

Una noche, mientras el fuego de Kael danzaba entre sus dedos, Misael se le acercó. Sus palabras fueron como brasas lanzadas al viento.



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En el texto hay: magia, amistad, hadas y trolls

Editado: 22.07.2025

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