El claro había cambiado.
Desde la partida de Lirael, la luz parecía más tenue, como si el bosque respirara con cautela. Gibrán y Angélica caminaban en silencio, sin rumbo fijo, guiados solo por la necesidad de alejarse de las palabras que aún resonaban en sus mentes.
—¿Tú también lo sentiste? —preguntó Angélica, rompiendo el silencio.
—¿El temblor en el aire? —respondió Gibrán—. Sí. Como si el Velo nos hubiera tocado… o reconocido.
Angélica asintió. Sus pasos la llevaron hasta un árbol antiguo, cuyas raíces sobresalían como venas de piedra. Apoyó la mano sobre la corteza, y una vibración sutil recorrió su brazo.
—Lirael dijo que somos una grieta —murmuró—. ¿Y si tiene razón?
Gibrán no respondió de inmediato. En su interior, algo se removía. No era miedo. Era una certeza que aún no tenía forma. Como si su presencia en Neraida no fuera un accidente, sino una consecuencia.
—¿Y si no somos la grieta? —dijo al fin—. ¿Y si somos la llave?
Angélica lo miró, sorprendida. Pero antes de que pudiera responder, una ráfaga de viento los envolvió. No era natural. Traía consigo un murmullo, como voces lejanas que hablaban en un idioma olvidado.
Ambos se giraron al mismo tiempo.
El bosque estaba en calma, pero el aire vibraba. Y entonces lo escucharon.
“El Velo no olvida…”
La voz no venía de ningún lado, y de todos a la vez. Era como si el mundo mismo hablara. Gibrán dio un paso atrás, pero Angélica avanzó, guiada por un impulso que no comprendía.
—¿Quién eres? —preguntó al viento.
“El pasado no está muerto. Solo espera ser recordado…”
Las hojas comenzaron a girar en espiral, formando una figura etérea. No era sólida, ni del todo visible. Pero tenía forma. Y ojos. Ojos que los miraban desde más allá del tiempo.
Gibrán sintió que algo dentro de él se activaba. La vara que llevaba —la que había recibido durante el pacto— comenzó a brillar con una luz tenue, como si respondiera a esa presencia.
—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó.
“No es lo que yo quiero… sino lo que ustedes deben ver.”
Y entonces, el mundo cambió.
El claro desapareció. El bosque se desvaneció. Y Gibrán y Angélica se encontraron de pie sobre un campo de ceniza. Frente a ellos, una torre derruida. A lo lejos, un río de fuego. Y en el cielo, una estrella negra cayendo lentamente.
Una visión.
Una advertencia.
Angélica cayó de rodillas, abrumada por la energía del lugar. Gibrán la sostuvo, pero sus ojos no podían apartarse de la torre. Algo en ella lo llamaba. Algo que no entendía… pero que conocía.
“El Velo recuerda. Y ustedes… son parte de su memoria.”
La visión se desvaneció tan rápido como había llegado. El claro volvió. El viento cesó. Pero el murmullo persistía, como un eco en sus corazones.
Angélica se puso de pie, aún temblando.
—¿Viste lo mismo que yo?
—Sí —respondió Gibrán—. Y creo que fue solo el principio.
Desde la distancia, una figura los observaba. No se movía. No respiraba. Pero estaba allí. Entre los árboles. Silenciosa. Esperando.
El Velo había hablado.
Y ahora, quería ser escuchado.