El aire era distinto. No había viento, ni sonido, ni tiempo. Solo una luz suave que parecía surgir de todas partes y de ninguna. Gibrán y Angélica flotaban más que caminaban, guiados por la Vara de Resonancia, que ahora brillaba con un fulgor blanco puro.
—¿Estamos... dentro del Velo? —preguntó Angélica, con la voz apenas audible.
—No dentro —respondió Gibrán—. Somos parte de él ahora.
A su alrededor, fragmentos de memoria flotaban como hojas en un río: la creación de Neraida, los Velarianos originales, la caída de Elarion, el Primer Pacto. Todo estaba allí, vivo, palpitante.
Frente a ellos, una estructura cristalina comenzó a formarse. Era un altar, pero también un espejo. En él, el Mandato Velariano se proyectó completo, y por primera vez, las palabras no solo se leyeron... se sintieron.
“Solo quien se conoce, honra y camina con otro;
atraviesa la oscuridad, acepta el miedo y recuerda quién es...
puede transformar el destino.”
La Vara de Resonancia se elevó por sí sola y se incrustó en el altar. Una onda de energía se expandió, y el Velo comenzó a cambiar. No a cerrarse, sino a reconfigurarse.
En el santuario oculto, el gólem de Elarion temblaba. Las runas que lo sostenían comenzaban a desvanecerse. Dentro, Elarion buscaba desesperadamente entre los restos del Necromicrón, arrojando fragmentos, reescribiendo conjuros, intentando alterar lo inevitable.
—¡No! ¡Esto no debía pasar! ¡Ellos no debían entenderlo!
Su voz era un rugido de frustración. El Mandato Velariano no era una llave de poder. Era una llave de rendición, de humildad. Y eso era lo único que Elarion no podía aceptar.
—¡No me arrodillaré ante el Velo! ¡No me disolveré en su luz!
Pero el gólem comenzó a agrietarse. No por un ataque, sino por la resonancia de la verdad. El Velo lo estaba alcanzando. Y Elarion, por primera vez, no tenía control.
El altar cristalino comenzó a girar lentamente, y del centro emergió una luz líquida que se elevó como una espiral. Gibrán y Angélica fueron envueltos por ella, y sus cuerpos se disolvieron en conciencia. Ya no estaban en el corazón del Velo. Eran el Velo.
Frente a ellos, una visión se desplegó como un tapiz viviente: los cinco Velarianos originales, creando los primeros hilos de magia, tejiendo el equilibrio entre mundos. Luego, Elarion, separado del círculo, intentando comprender más, romper más, hasta que fue sellado.
Pero la visión no se detuvo ahí. Mostró a Gibrán y Angélica, no como héroes, sino como continuadores del tejido. No estaban allí para destruir, ni para castigar. Estaban allí para decidir.
Una voz surgió desde la luz. No era una voz individual, sino la suma de todas las voluntades que alguna vez tocaron el Velo:
“El Mandato ha sido restaurado.
El ciclo puede cerrarse... o puede transformarse.
¿Sellarán el conocimiento para siempre?
¿O permitirán que fluya, guiado por la intención pura?”
Gibrán miró a Angélica. Ella no respondió con palabras, solo tomó su mano. Ambos sabían que el conocimiento no era el enemigo. El enemigo era el deseo de poseerlo sin comprenderlo.
—No lo sellaremos —dijo Gibrán—. Pero tampoco lo dejaremos libre.
—Lo guiaremos —añadió Angélica—. Lo haremos parte del Velo, para que solo responda a quienes caminen con verdad.
La luz los envolvió. El altar se disolvió. Y el Velo aceptó.
Elarion gritaba dentro del gólem. La piedra se agrietaba, la energía se escapaba. El Mandato Velariano resonaba en todo Neraida, y él no podía detenerlo.
—¡No! ¡No pueden decidir por mí! ¡Yo fui el primero! ¡El único que vio más allá!
Pero el Velo no lo escuchaba. Porque ya no era parte de él.
El gólem cayó de rodillas. Las runas se apagaron. Y Elarion, por primera vez, quedó en silencio.
Gibran y Angelica, al responder el velo, se encuentran de nuevo frente a Lirael, ella al verlos se alegra y les dice: Sabia que podrian con la tarea.