El juicio nunca se llevó a cabo. Kael y Nyssara huyeron antes de enfrentar las consecuencias, dejando tras de sí un silencio espeso que se extendió como niebla entre los árboles de Neraida y las calles del mundo humano. La noticia cruzó el Velo con rapidez, y tanto hadas como humanos sintieron que algo se había quebrado de forma definitiva.
En Claro Verde, las hadas se reunieron en torno al estanque sagrado. Algunas lloraban en silencio, otras murmuraban plegarias antiguas. La traición de Nyssara, una de las suyas, había dejado una herida profunda. Lirael, de pie sobre la plataforma de luz, observaba el reflejo de su rostro en el agua. Por primera vez en siglos, dudaba. ¿Había fallado como reina? ¿Como guardiana del equilibrio?
En el mundo humano, la confusión era total. Después de haber vivido entre hadas, colmenas flotantes y senderos de luz, los humanos se encontraron de pronto en un entorno que les resultaba familiar pero vacío. El bosque seguía allí, la selva respiraba con la misma intensidad, pero la magia había desaparecido. No quedaban rastros de las hadas ni de sus estructuras vivas. Solo árboles, raíces y un silencio que pesaba como un duelo.
Sabían que debían comenzar de nuevo.
Los humanos despertaron en un bosque inmenso, sin casas, sin hadas, sin magia. No sabían qué había ocurrido. Solo se encontraron de pronto… solos. No hubo explosión, ni despedida, ni advertencia. Solo la ausencia.
Algunos hablaron de alucinaciones colectivas. Otros, de un fenómeno natural inexplicable. Pero entre los más ancianos —y aquellos que alguna vez sintieron el Velo rozarles la piel— surgió una certeza silenciosa: lo vivido había sido real.
Lirael había separado los mundos. Había sellado el paso entre lo humano y lo mágico para evitar que la ambición se repitiera, para proteger ambas naturalezas de sí mismas.
Y así, mientras las hadas comenzaban a restaurar Neraida desde dentro, los humanos vagaban por un mundo nuevo, cubierto solo de árboles, musgo y cielo. Un mundo sin guías. Sin encantamientos. Sin respuestas.
Fue entonces cuando el Segundo Velo se manifestó por completo.
Una línea de luz, casi imperceptible, comenzó a dividir los territorios. No era una barrera física, sino una frontera de intención. Aquellos con corazones puros podían cruzarla sin dificultad; los demás eran rechazados, como si una fuerza invisible los empujara hacia atrás. El Velo no solo separaba mundos, sino también voluntades.
Para evitar el aislamiento total, Lirael, con ayuda de sabias hadas y humanos sensibles a la magia, fundó los primeros portales: lugares sagrados donde el Velo podía abrirse brevemente para permitir el tránsito entre mundos. Cada área estaba custodiada por un Guardián del Paso, elegido por el Velo mismo.
Gibrán y Angélica fueron convocados a uno de estos lugares. Allí, entre raíces vivas y piedras que susurraban, comprendieron el peso de su rol. Ya no eran solo viajeros ni testigos. Eran restauradores. Líderes. Y el mundo los miraba con ojos de necesidad.
—¿Y si no somos suficientes? —preguntó Angélica, con la voz quebrada.
—Entonces seremos lo que podamos —respondió Gibrán, tomando su mano—. Pero no dejaremos que el miedo decida por nosotros.
Lirael los observaba desde la distancia. En su interior, la duda persistía, pero también una chispa de fe. Tal vez no era ella quien debía guiar el nuevo ciclo. Tal vez el Velo ya había elegido a sus nuevos portadores.
Y mientras el sol se ocultaba tras el horizonte, el eco del juicio no pronunciado seguía resonando en los corazones de todos.