Había sido un buen día para el viejo Casimiro y ya cayendo la tarde marcó rumbo hacia su guarida. Llevaba consigo la alegría de haber recolectado en su andanza lo suficiente para satisfacer su necesidad más apremiante. Un puñado generoso de monedas crujían en el bolsillo de su pantalón de grafa sucio y rotoso, prestas a ser gastadas sin mezquindad ni culpa. Por ellas había deambulado por la pequeña ciudad desde la mañana entregándose a la providencia y a la buena intención de la gente. Más por lástima que por reconocido derecho, de algunos pequeños labores había logrado su botín, más las migajas que alguno que otro le arrojaba al paso como a un perro hambriento. Pero en sus cincuenta y tres años viviendo de aquella forma, de conformismo y miseria, a poco más aspiraba que a la resistencia. Y con el dinero hoy recolectado se sentía satisfecho.
La experiencia del camino, triunfo del mendigo, había labrado su senda y sabía donde encontrar las oportunidades. Había aun quienes le reconocían como persona y no le daban vuelta la cara. En la medida que podían unos, en que querían otros, siempre había quienes trataban de ayudarle, ya sea por deber cristiano o para sacárselo de encima. Aunque la suerte era dispar cada día, nunca se había muerto de hambre y no comenzaría hoy precisamente. Más aun, podría hartarse de gusto, lo que hacía dar el día por hecho. Hoy la fortuna le había sonreído. Además de las limosnas que le dieran, Mateo, el carnicero, le había pagado unas monedas por barrerle la acera, doña Josefa también le dio tal tarea por menos cobre pero con un par de sándwiches, e incluso encontró a una joven mujer con su hija que le pidieron que bajara de un árbol el gatito de la pequeña que desde un árbol no se animaba a descender. Con su recompensa y viendo acercarse la noche, enderezó hacia lo único que podía llamar hogar. Pero antes debía hacer su acostumbrada escala, lo único que hacía fija escritura en su rutina de tinta sobre el agua.
En su camino de regreso pasó por la despensa de Sancho, hombre gordo y prepotente a quien Casimiro nada agradaba por la forma en que lo miraba y bajo solapa se reía de él al tiempo que renegaba de su diaria visita temblándole el bigote de rabia y desprecio. No era más que un infeliz, un tipo despreciable, todos estaban al corriente de ello. El viejo mendigo lo sabía también y se lo hacía a propósito disfrutando de la inyección de fastidio que le cedía cada día. Por eso y porque tenía el vino más barato. Y con el propósito de extender aun más el incordio del tendero, en su nariz enrojecida se puso a contar el dinero que traía con pasmosa paciencia, viéndolo morderse los labios reprimiendo las ganas de echarlo de allí. Pero se contenía porque, aunque las manos de Casimiro estuvieran sucias y fuera difícil recluirse de la peste que emanaba, el dinero que traía tenía tanto brillo y tanto peso como cualquier otro y era muy deleitable el intercambio de cada día. Era un cliente, no mendigo ni majadero, y por lo tanto debía soportarlo a regañadientes. El viejo sabía cuanto peso tenía su tesoro en la miseria comercial de Sancho y se aprovechaba. Lo hacía sentir poderoso y disfrutaba haciéndoselo a propósito. No podía el gordo darse el lujo de rechazarlo o su precario negocio se iría por el drenaje. La situación lo hacía dependiente de aquellas monedas y por momentos parecía que no era Casimiro el desdichado de la historia.
Al concluir la suma de sus chauchas, el resultado le permitía la compra de tres botellas de vino blanco, de la peor marca y el más ordinario existente, pero la exquisitez no era de su virtud y la cantidad lo compensaba. Le alcanzó el vuelto para un atado de cigarrillos y con ambas adquisiciones contaba ya con lo necesario para alcanzar las mieles de sus afanes. Saludó a Sancho con un simple “hasta mañana”, gozando del bufido conseguido por respuesta y salió de la despensa. Las sombras se agolpaban haciendo preludio de una larga y fría noche invernal, así que sin más escalas emprendió el camino hacia su madriguera.
El sol creó una especie de funeral llameante contra el horizonte y a poco desapareció. Su reinado fue consumido por la noche y se desató el rigor del invierno agostino. El cielo estaba perfectamente claro, estrellado y sereno, sin una pequeña brisa que sacudiera el oro natural que tapizaba las calles. Para las diez de la noche hacía un frío espectacular. Iba a caer una helada fenomenal, de ello nadie tenía la menor duda. Las chimeneas de toda la ciudad soltaban con abundancia bocanadas de humo, elevándose como fantasmas grisáceos desde los tejados brillantes como diamantes por la escarcha que se agolpaba en ellos. Pero debajo de ellos el fervor sabatino hacía hervir la sangre joven.
El frío voraz del exterior no lograba en la juventud aplacar los ánimos de la fiesta. Y en casa de los Mattison se desplegaba con enorme entusiasmo, como un aura que lo invadía todo. Ya sin aguantar la impaciencia, Carolina caminaba de aquí allá, ansiosos sus pies por alcanzar las pistas de la disco. Ninguna sugerencia de sus padres le fue de buen agrado. Con solo diecinueve años y en los albores de su vida, la chica no pensaba más que en la diversión para que la noche se prestaba. Cualquier insistencia sería inútil así que los dos adultos vieron en vano el gasto de más saliva en persuasión. Se sentaron frente a la chimenea, a mirar televisión él y a tejer ella sin más pedir. Después de todo su “nena” era ya grande y capaz de hacerse responsable de sus actos. Si quería agarrarse una gripe, que después no lloriqueara ni se quejara, murmuraba la madre. El padre sacudía la cabeza declarando no entender a los jóvenes de hoy día por razones que le daba el papel de hipócrita sin darse cuenta.
Para Carolina era una noche especial sin que entre tantas otras con esta tuviera diferencia alguna. Y como en cualquiera se atavió acorde a la ocasión. Aunque coronara su vestuario con un sobretodo poco vislumbrante, no era sino para evitar el frío y un escándalo frente a sus padres. Su atuendo, por los mismos dones, podía tener dos puntos de vista bastante extremos. Un vestido muy corto y ajustado, una blusa casi transparente y escotada, zapatos de tacones altísimos, desde cualquier ángulo permitía deleite y nada dejaban a la imaginación. Su cabello había arreglado para que cayera en rizos sobre sus hombros, aretes poco discretos y todo un presupuesto en maquillaje, todo bien elegido y que la hacían ver bellísima. Una reina de la seducción según algunos, según otros como una auténtica prostituta. Si en una esquina se la viera merodeando cada noche, como a una se la confundiría en vez de con la primera. Pero era solo la fatalidad de la similitud y a su raro sentido de la belleza que recaía en el aspecto de una para parecer la otra.