Un Hijo Para El Duque

Prologo

Felipe Delacroix

Desde la esquina de la habitación, mis ojos no se apartan de ella. Mamá, la mujer más fuerte que he conocido, yace en la cama como una sombra de lo que era. Su piel, antes radiante, ahora está pálida y delgada; su respiración, se va apagado de a pocos, con ello indicando que nada anda bien. Me aferro al marco de la puerta, sin atreverme a acercarme más, como si mi presencia pudiera robarle los últimos segundos de vida que le quedan.

Una de las mucamas se levanta del lado de la cama, dejando el vaso de agua en la mesita. Sus ojos se encuentran con los míos, y con una voz baja y respetuosa, me dice:

—Señorito Felipe, su madre lo llama.

Titubeo. Mi garganta arde con las lágrimas que no quiero soltar, las mismas que mi padre siempre despreció.

—¡Deja de llorar como un niño! —su voz resuena en mi mente, recordándome cada golpe, cada insulto que recibí por no ser lo que él esperaba de un hijo.

Me obligo a acercarme. Mis piernas se sienten pesadas, y cada paso parece arrastrarme hacia un abismo del que no hay retorno. Mamá extiende una mano temblorosa hacia mí. Su sonrisa, aunque débil, sigue siendo cálida.

—Cariño… —susurra, apenas audible. Su voz está llena de amor, el amor que siempre intentó protegerme de la crueldad de mi padre.

Las lágrimas comienzan a caer sin permiso. Me limpio con el dorso de la mano evitando que se de cuenta que estoy llorando, intentando mostrar la fortaleza que nunca me salió natural, esa que mi padre exigía de mí.

—No llores, hijo —me pide, su voz más frágil que nunca—. Ven, sube a la cama conmigo.

Hago lo que me pide. Me subo cuidadosamente evitando lastimarla, mi padre siempre me negó que entrara a verla desde que enfermó porque decía que yo la podía dañar y que era el culpable de su enfermedad, siento cómo el colchón se hunde bajo mi peso. Su mano acaricia mi rostro, apenas un roce que quema como una despedida.

—¿Te sientes mejor, mamá? —pregunto, con la voz rota.

Ella asiente despacio con cansancio.

—Voy a un lugar mejor, cariño. Solo necesito una cosa de ti.

—Lo que quieras — indico con urgencia, desesperado por aferrarme a ella de cualquier forma.

—Dame un beso.

Inclino la cabeza y poso mis labios sobre su frente. Es fría, pero aún viva. Mamá suspira, un sonido que lleva consigo toda su fuerza restante. Su mano pierde fuerza, y sus ojos llenos de amor y resistencia, se apagan para siempre.

Sollozo. No puedo detenerme. El dolor en mi pecho es insoportable, como si alguien hubiera arrancado una parte de mi alma. La habitación se siente más fría, más vacía, y el respiro de su último aliento parece quedarse atrapado en las paredes.

La puerta se abre con un golpe brusco.

—¿Por qué lloras, Felipe? —la voz de mi padre suena mas severa que nunca—. Sé un hombrecito de una vez.

Levanto la vista hacia él. No hay compasión en su rostro, solo el desprecio de siempre. Aprieto los dientes, prometiendo en silencio que este momento no me romperá. Pero en el fondo sé que mi corazón ya no es el mismo. Algo en mí murió junto con mamá.

Mi padre ordena que me lleven a mi habitación, impidiendo que me quede junto al cuerpo sin vida de mi madre. Lucián, el criado más fiel a su servicio, me toma del brazo y me arrastra por todo el castillo, sin importarle mis gritos o mi resistencia. Al llegar, me lanza dentro de la habitación y cierra la puerta con llave.

Golpeo la puerta con los puños, gritando hasta que mi garganta queda en carne viva.

—¡Por favor, déjenme estar con ella! —imploro, pero nadie viene.

Rendido por el dolor y mi cuerpo sin fuerza, me dejo caer al suelo. Las lágrimas inundan mis ojos, y permito que el dolor salga como un torrente imparable. El tiempo se detiene hasta que la puerta se abre de nuevo. Es el Duque.

—¿Sigues llorando? —me pregunta con desdén, y su rostro se endurece—. Ven conmigo.

Me lleva al sótano, el lugar donde me castiga cada vez que algo le molesta. Sus manos me empujan contra el suelo frío, y su voz es un dardo venenoso.

—¡Tú tienes la culpa! —me escupe—. Ella ha muerto, y no hay nada que puedas hacer. Ahora pagarás por ser tan débil.

Le suplico entre lágrimas.

—¡Déjame estar con mamá!

—¡Basta! —grita—. Ella ya no está. No volverá.

La puerta del sótano se cierra tras de él, dejándome en una oscuridad absoluta. Me hundo en la miseria de mi tristeza, llorando hasta que no quedan lágrimas. Sé que al salir de aquí, algo en mí habrá cambiado para siempre.

Horas después, oigo el motor de un coche arrancando. Desde la pequeña ventana del sótano, veo cómo el féretro de mamá es colocado en un auto y alejado del castillo. Mi corazón se rompe en mil pedazos.

—Nunca seré como él —susurro, mientras la última lágrima rueda por mi mejilla—. Nunca tendré hijos, no quiero verme siendo un mal padre como el que me tocó tener.

El silencio del sótano se convierte en mi nuevo hogar, mientras mi corazón se endurece como las piedras.




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