Felipe Delacroix
Coloco mis manos sobre el féretro que contiene el cuerpo del ser al que más he odiado en mi vida. Han pasado veinte años desde la última vez que experimenté un verdadero dolor, uno que me hizo estremecer hasta los huesos. Ahora, lo único que puedo sentir es alivio al ver a mi padre dentro de ese ataúd. Las miradas inquisitivas de los presentes se clavan en mí como cuchillas. No sé qué esperan. ¿Quizás que me desmorone en llanto o haga un escándalo digno de una novela barata? Ridículos. No saben nada de la vida ni de lo que significa crecer bajo la sombra de un tirano.
Aprieto los labios y decido ignorarlos. Mi humor negro es la única coraza que me queda, y no pienso romperla por un grupo de hipócritas que me atrevo asegurar que lloran más por la fortuna que por el muerto.
—Felipe, querido, lamento tanto tu pérdida — susurra Vivienne, la condesa hija de los Dezmarais, mientras camina hacia mí moviendo las caderas con ese aire que cree seductor. Lleva un velo negro que cubre parcialmente su rostro, y si no la conociera, podría pensar que es una mujer de carácter respetable. Pero la conozco demasiado bien.
—Condolencias aceptadas —respondo con un tono seco, casi mecánico, mientras sus labios dejan un beso en mi mejilla. El aroma empalagoso de su perfume me asalta, y sus protuberancias demasiado notorias rozan mi pecho. Me limito a soportar la escena como un soldado soporta el campo de batalla.
—Es una tragedia lo de tu padre, un hombre tan... impresionante. —Su voz rezuma falsa tristeza mientras sus ojos intentan leer los míos. Sí, claro, impresionante. Si por impresionante se entiende cruel y despiadado.
—Sí, una tragedia — claudico sin molestia alguna en disimular mi sarcasmo.
Vivienne alarga la charla con comentarios insustanciales sobre la ceremonia y los asistentes, pero no logro concentrarme. Mi mente divaga entre el alivio de su partida y la ironía de que tantos vinieran a despedirlo. Hipócritas, todos.
Entonces, una figura conocida se aproxima. El rey Bastián, mi mejor amigo, camina manteniendo la postura de un rey cruel, aunque la escena es más una forma de demostrar cuánto ama a su hija, la toma de la manos mientras se dirige a donde me encuentro. Su presencia es una bendición disfrazada de hombre. Agradezco en mi mente su llegada; al fin alguien que podrá librarme de las garras de la condesa.
—Felipe, lamento interrumpir — comenta con una sonrisa disimulada, aunque sus ojos reflejan comprensión, quizás sea el único en entenderme. —Vivienne, ¿podría robarle a este hombre un momento?
La condesa lanza una mirada de reprobación disimulada tras su velo antes de asentir.
—Por supuesto, majestad. Felipe, no olvides que estoy aquí para lo que necesites.
Asiento con un movimiento rápido, deseando que su figura se desvanezca lo más rápido posible. En cuanto se aleja, Bastián se cruza de brazos frente a mí y suelta una carcajada silenciosa.
—¿Qué harías sin mí? — cuestiona en tono de broma disimulada.
—Quizá morir asfixiado por un corsé — refunfuño, arrancándole otra risa disimulada. Bastián sabe a la perfección cómo ocultar sus emociones, algo que nos diferencia.
El alivio de tener a Bastián cerca hace que por un momento el ahogo del día sea un poco más liviano. El legado de mi padre no se va con él al ataúd. Aún queda mucho por desentrañar y superar.
No es que me duela su muerte ni que me sienta débil por perderlo. Mi padre no merece que invierta tiempo en su funeral, mucho menos en derramar una lágrima por él. Por eso he decidido enterrarlo rápido, sin ceremonias innecesarias, en el cementerio que corresponde al ducado. Dejé por escrito que deseaba ser enterrado junto a la tumba de mi madre. Una última burla de mi parte fue asegurarme de que estuviera tan lejos de ella como el terreno lo permitiera. La tierra misma debería rechazar la idea de su proximidad.
Desde que tengo uso de razón, mi padre no fue más que un tirano, un hombre incapaz de amar ni siquiera a la mujer que le dio la vida a su único hijo. Culparla de la naturaleza misma de mi piel, de mi existencia, fue su deporte favorito. Ahora, al menos, ella descansa en paz, sin la sombra de sus abusos.
La pequeña Lucille, la hija de Bastián, se aferra a mi mano. Su manita, cálida y suave, es lo único humano en esta fría tarde. Sus ojos hermosos, llenos de una curiosidad infantil que el tiempo se ha encargado de corromper tras llevarse a su madre cuando ella era una bebe, observan cómo la tierra húmeda cae en cascadas sobre el ataúd que contiene los restos del ser más despreciado que jamás haya existido.
—¿Estás triste, tío Felipe? —me pregunta con un susurro que apenas rompe el ruido seco de los terrones golpeando la madera.
—¿Triste? —Repito, permitiéndome una sonrisa cargada de cinismo—. No, pequeña. Algunos eventos no merecen tristeza, solo alivio.
—Yo si estaría triste si fuera mi padre— menciona y consigo entender que su mente inocente no consigue comprender lo que me sucede.
—Claro, ambos lo estariamos, pero para nuestra suerte tu padre sigue tan vivo como el día— menciono viendo en dirección al rey.
—Extraño a mi madre, sin embargo, no pude sentir dolor.
—Eras muy pequeña.
Ella no parece entenderme del todo, pero asiente como si lo hiciera. Me recuerda a su padre, mi mejor amigo, con esa misma manera de asentir cuando no quiere indagar demasiado.