Un Hijo Para El Duque

Capítulo 2

Annette Dubois

Camino por la acera con la tenuidad de quien no tiene prisa ni una lista interminable de cosas que hacer. Es un día soleado, y el aire huele a café recién tostado, una ironía que no pasa desapercibida considerando que estoy a punto de entrar al edificio que acoge a mi hermano como dueño y señor del imperio cafetero más grande del mundo. Bueno, digamos que, también es mi imperio. Pero seamos sinceros, el único tipo de café que me interesa es el que va en mi taza cada mañana, no en las cuentas bancarias o estrategias de mercado.

El edificio, como siempre, está impecable y ostentoso. Todo vidrio, acero y esa vibra de “aquí hacemos millones mientras tú te decides entre latte o capuchino”. Subo los escalones con calma, dándole tiempo al sol para calentarme la espalda, y entro por la puerta principal. El aire acondicionado me golpea de inmediato, frío como el despacho de mi hermano.

La recepcionista, una chica joven con una sonrisa brillante y cabello perfecto, recogido como si hubiese salido del salón, me saluda con entusiasmo.

—¡Annette! Qué gusto verte.

—¡Hola, Amanda! —le contesto, inclinándome sobre el mostrador con un dramatismo digno de telenovela—. ¿Cómo está tu pequeño terremoto?

Amanda sonríe, pero hay algo en su mirada que me hace saber que no todo está bien.

—Bueno, ahí vamos. A veces cuesta, pero es un niño tan dulce…

—Ah, la maternidad. —Hago un gesto exagerado con la mano, como si estuviera alejando un mosquito—. Por eso yo me aseguro de tener siempre repelente contra niños.

Amanda suelta una risita, cubriéndose la boca.

—No diga eso, Annette, que un día se le devuelve.

—¡Dios me libre! —coloco una mano en mi pecho, fingiendo horror—. No estoy hecha para esas responsabilidades. ¿Y qué tal el papá del pequeño? ¿Ha vuelto a dar señales de vida?

Amanda niega con la cabeza, su sonrisa se vuelve amarga.

—Nada. Se lo tragó la tierra después de enterarse de que iba a ser papá.

—¡Uy! Cruz, que se vaya el diablo y venga Jesús. —Hago una cruz con los dedos y Amanda se ríe otra vez, más relajada esta vez.

Le doy un golpecito amistoso en el hombro y me despido, asegurándole que si necesita alguien que lo espante con un zapato, aquí estoy. Luego me encamino hacia el ascensor, tarareando una canción que no puedo identificar.

Cuando llego al piso del despacho de mi hermano, la sensación cambia. Aquí todo es demasiado serio, demasiado perfecto. A veces me pregunto si las plantas también tienen contrato laboral.

Empujo la puerta sin tocar y lo encuentro sentado detrás de su enorme escritorio, rodeado de papeles y con esa expresión de concentración que parece venir de serie con el traje caro.

—¡Hermano! —anuncio, entrando como un remolino de aromas dulces a su vida—. ¿No te cansas de jugar al magnate?

Él levanta la vista, sus ojos pasando del informe que tiene en la mano a mí.

—Annette, ¿qué haces aquí? —pregunta, pero hay un atisbo de sonrisa en su rostro.

—Venir a recordarte que existe un mundo fuera de estos muros de cristal. —Me dejo caer en una de las sillas frente a su escritorio y cruzo las piernas, mirando alrededor con curiosidad fingida—. ¿Sabes que las oficinas son los lugares más aburridos del planeta?

—¿Otra vez con eso? —responde, apoyándose en el respaldo de su silla—. Este lugar es lo que nos mantiene vivos.

—No, querido. Este lugar es lo que te mantiene a ti ocupado. Yo prefiero mantenerme viva con sol, aire fresco y evitando cualquier cosa que huela a contrato o reuniones.

Él sacude la cabeza con una mezcla de exasperación y diversión.

—Si no estuvieras tan ocupada evitando responsabilidades, podrías ayudarme a dirigir todo esto.

—Y perder mi libertad para convertirme en una prisionera de traje y corbata como tú, ni lo sueñes. —Le sonrío y señalo su café—. Además, alguien tiene que disfrutar del producto final, ¿no crees?

Rueda los ojos, pero yo sé que en el fondo aprecia mi humor relajado. Siempre hemos sido polos opuestos, pero de alguna manera, eso ha funcionado para mantenernos cerca.

—¿Cómo van con la floristería? — cuestiona enarcando una ceja, nos ha visitado un par de veces.

—Te lo digo, la floristería de Agnes va de mal en peor —le suelto a mi hermano mientras me acomodo en la silla de cuero frente a su escritorio. Cruzo las piernas, tamborileo los dedos en el brazo del asiento y lo miro con intención de seguir hablando antes de que pueda interrumpirme—. Claro, tú podrías ofrecerle ayuda, pero ya sabemos cómo es. Agnes es más terca que una mula en subida. Preferiría vender una planta carnívora antes que aceptar un centavo tuyo.

Mi hermano, siempre el caballero práctico, deja caer la pluma que sostiene y se recuesta en su silla, mirándome con paciencia y fastidio.

—Podría ayudarla sin que lo sepa —sugiere con un aire de seriedad que casi me hace reír.

—¿Qué harías? ¿Comprar toda la tienda y fingir que la gente se ha vuelto loca por los geranios? Por favor, no hagas eso. Agnes lo sabría al instante y te perseguiría con una maceta en la mano.




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