Un Hijo Para El Duque

Capítulo 4

Felipe Delacroix

Me dejo caer en el sillón frente al escritorio de Bastián, sintiendo cómo la irritación se aferra a mí como un maldito abrigo que no puedo quitarme. Estoy que me lleva la fregada. Si tuviera un mínimo de paciencia, probablemente ya la habría perdido hace rato. Entre los papeles, las exigencias, y ahora la querida de mi padre con su drama interminable, siento que mi vida se está convirtiendo en una telenovela barata.

—Felipe, ¿qué demonios te pasa? —pregunta Bastián, levantando la mirada de los documentos que tiene delante.

—Lo que pasa es que estoy harto —le suelto, dejando salir una risa amarga mientras apoyo la cabeza en la palma de mi mano—. Lidiar con la querida de mi padre y su jodedera… Que si necesito que le siga pagando la mensualidad a su hijo, que si es mi responsabilidad, que si el cielo, la luna y las estrellas.

—¿Y accediste? —pregunta, arqueando una ceja.

—Claro que accedí. Si con eso me la quito de encima, lo vale.

Él deja escapar una risa que me irrita aún más.

—¿Y eso es todo lo que te tiene de mal humor?

Bufo, porque no, no es todo.

—De camino aquí, una loca casi se lanza frente a mi auto. Tuve que frenar de golpe para no llevármela por delante. Y, por si fuera poco, se pone a discutir conmigo como si yo fuera el culpable. ¿Te imaginas?

Bastián me mira divertido, y sé que está a punto de soltar algo.

—Quizá era el destino — insinúa algo, apoyándose en el respaldo de su silla con esa sonrisa que odio.

—¿Destino?

—Sí. Tal vez era el amor de tu vida.

Suelto una carcajada tan seca que hasta me duele la garganta.

—Por favor, Bastián. Amor de mi vida… Yo no estoy hecho para el amor, y mucho menos para un matrimonio. Prefiero seguir de corazón en corazón.

—¿Y nunca te has imaginado siendo padre?

—Ni en un millón de años.

Está claro ese punto con tanta convicción que incluso yo me lo creo. El amor, los niños, las responsabilidades emocionales… Nada de eso es para mí.

Cambiamos de tema, y Bastián me propone una partida en el campo de golf. No es que me encante el golf, pero cualquier cosa es mejor que quedarme en su despacho hablando de mi inexistente vida amorosa.

Mientras jugamos, noto cómo la institutriz de Lucille no le quita la mirada de encima. Esa mujer lo observa como si fuera el último pedazo de torta en una fiesta.

—Creo que tienes una admiradora secreta, Bastián — me burlo, apuntando con el palo de golf hacia donde está la mujer.

—No seas imbécil —rezonga él, sacudiendo la cabeza, pero no puede ocultar la ligera incomodidad en su expresión.

Aprovecho la ocasión para cambiar de tema.

—¿Cómo está Lucille?

—Le afecta no tener una madre —admite, suspirando—. Y ahora necesito buscarle otra niñera. Alizée no está funcionando.

No digo nada, porque no soy un experto en niños o niñeras, pero puedo ver cómo el cargo de ser rey y padre a la vez recae sobre él.

Terminamos la partida, y aunque Bastián sugiere quedarnos un rato más, me disculpo.

—Tengo una cita. La condesa Vivienne me espera, y no pienso hacerla esperar.

No necesito decir más. Él entiende. Las sábanas de seda de esa mujer son uno de los pocos lugares donde mi mente se apaga, aunque sea por unas horas.

Antes de marcharme, Bastián me detiene.

—Felipe, necesito que me acompañes a una boda.

—¿Una boda?

—Es una de las familias importantes del reino. Debo asistir, y sería bueno que no vaya solo.

Resoplo, pero termino aceptando. Un deber más que cumplir, una excusa más para ponerme el traje y fingir que todo en mi vida está en orden.

Salgo de allí con un humor que no mejora, pero al menos sé que esta noche Vivienne me hará olvidarlo, aunque sea por un rato.

Llego a la casa de Vivienne y toco el timbre. Como siempre, una de sus impecables sirvientas me abre la puerta con esa sonrisa cortés que parece ensayada. Me pide que pase y me indica que la señora me espera en el salón del té. Niego con la cabeza, casi gruñendo. Como si hubiera venido aquí a beber té.

Lo único que me interesa de Vivienne es su cuerpo, y estoy seguro de que lo sabe. No necesito charlas triviales, ni veladas prolongadas, ni juegos de roles que pretendan convertir esto en algo que no es. Lo que busco aquí es sencillo, directo, y normalmente ella lo entiende.

Cuando entro al salón, la encuentro sentada, impecable en su elegancia. Su porte aristocrático, su cabello peinado en una elegancia que asusta, todo en ella grita perfección. Me saluda con su voz melódica y me pide que tome asiento. Por cortesía, lo hago, aunque cada segundo que paso allí me resulta más tedioso.

—Felipe, querido, ¿cómo ha estado tu semana? —comienza, mientras sus delicadas manos levantan una taza de té.

Empieza a hablar. Cosas sin importancia, detalles de su vida, comentarios sobre la sociedad y, para mi sorpresa, una nueva obsesión con las responsabilidades, los hijos, y las conexiones emocionales. Mi mandíbula se tensa. ¿Qué demonios le pasa?




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