Un Hijo Para El Duque

Capítulo 6

Felipe Delacroix

No sé qué demonios hago aquí, en medio de la calle, acorralando a la misma mujer loca que casi atropellé hace unos días. La ironía de la vida me persigue, y no puedo evitar sentir que estoy atrapado en una telenovela barata.

Estamos en camino a la dichosa boda a la que invitaron a Bastián. Antes de eso, claro, el rey tenía su agenda de beneficencia: visitas al hospital y a algunos otros lugares que exigen más sonrisas falsas de las que mi rostro es capaz de soportar. Como si eso fuera poco, un embotellamiento monumental nos ha dejado varados. Me bajo del auto para estirar las piernas, y ahí la veo, moviéndose de un lado a otro como una cabra desorientada.

Es un desastre encantador, con su cabello alborotado y esa desesperación evidente en cada uno de sus gestos. Busca señal con el teléfono como si su vida dependiera de ello. Le bocinan algunos carros, pero está tan inmersa en su pequeño caos que ni siquiera reacciona.

“Perfecto,” pienso, con mi típico sarcasmo, mientras me acerco. Claro que mi sentido de la responsabilidad me abandona la mayor parte del tiempo, pero algo en ella me hace quedarme. Sus ojos, de un verde tormentoso, se clavan en los míos cuando la alcanzo. Por un segundo, sólo un segundo, siento como si me estuvieran desnudando el alma. Una sensación que no me gusta, y que me apresuro a ignorar.

—¿Tiene algún problema, señorita? —le pregunto con voz seca, como si no estuviera obvio que tiene más de un problema.

Ella balbucea algo sobre un neumático deshecho. Miro el desastre y no puedo evitar morderme el labio, pero no en un gesto coqueto, sino de resignación. Dejo escapar un suspiro mientras me rasco la cabeza y le digo que espere. No sé por qué lo hago, pero voy a mi auto y saco la caja de herramientas.

Cuando regreso, me sorprende su nerviosismo. Si la incomodo, no es mi intención, pero tampoco puedo evitar disfrutarlo un poco. Comienzo a trabajar en la llanta, me quito el saco y luego, porque no quiero arruinar otra camisa, me la quito también. Escucho su respiración acelerarse, y eso me saca una sonrisa que mantengo oculta.

Termino el trabajo, le devuelvo la movilidad al camión, y ella me entrega mi ropa, con las manos temblorosas.

—Gracias… de verdad, no sé cómo podría pagarte — tartamudea, con una voz tan baja que casi parece una disculpa.

—No hace falta. —Mi respuesta es simple, porque no tengo tiempo para juegos. Pero ella insiste, y por alguna razón que no comprendo, me acerco más de lo que debería.

La acorralo sin pensarlo demasiado, apoyando una mano en el camión y otra en mi cintura. Me inclino lo suficiente como para sentir su respiración entrecortada.

—Hay muchas formas en las que podrías pagarme —le susurro, con un tono lleno de intención.

Ella se queda inmóvil, con los ojos fijos en los míos, y en ese instante, me siento en control. Pero también me siento perdido. Hay algo en su mirada que me perturba más de lo que quiero admitir.

Me retiro antes de que la situación avance más de la cuenta. No quiero darle de qué hablar a los plebeyos. Ya tengo suficiente con que me llamen el “duque pervertido”. Al regresar al auto, Bastián me recibe con una sonrisa descarada.

—¿Cómo te fue con el problema? —pregunta, con cada palabra en doble sentido.

—Necesito ir a mi palacio para ducharme y cambiarme. —Mi tono es cortante, pero él sólo se ríe.

Cumplimos con las visitas del hospital, y por fin llegamos a mi casa. Subo sin perder el tiempo a asearme, dejando que el agua se lleve no sólo el sudor, sino también esa mirada verde que no puedo sacar de mi cabeza.

Cuando estoy listo, nos dirigimos a la boda. Sin embargo, mientras el tiempo avanza, esos ojos tormentosos siguen apareciendo en mi mente, como un eco persistente que no puedo acallar. Y eso, definitivamente, no me gusta.




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