Un Hijo Para El Duque

Capítulo 7

Annette Dubois

Sentir al duque Felipe tan cerca me dejó sin aliento, como si de pronto el aire hubiera decidido que mi presencia no le era necesaria. Cada vez que suspiro, el aroma de su colonia sigue golpeando mis fosas nasales, una advertencia cruel de que mi corazón, siempre relajado y despreocupado, ha sufrido su primer infarto emocional. Todo se va al demonio cuando él se aleja de golpe, sin una palabra más, dejando mi mente en un caos y mi cuerpo en un charco de sensaciones que no sé ni cómo nombrar.

Camino de regreso al camión, intentando poner orden en mi cabeza. "Tranquila, Annette", me digo a mí misma. "No es la primera vez que un hombre guapo te hace tambalear". Claro, pero este no es cualquier hombre guapo. Este es un duque, con más arrogancia en una ceja que la mayoría en toda una vida.

Subo al camión y, con un suspiro profundo, pongo en marcha el motor. Mi misión es llegar hasta donde está Agnes para recoger el resto de las cosas de la boda. Mientras conduzco, intento sacudirme la sensación de su mirada fija en mí, la forma en que sus ojos parecían desnudarme el alma mientras me susurraba al oído.

Por suerte, el camino es corto. Cuando llego, Agnes me mira con esa preocupación dulce que sólo ella puede expresar.

—¿Qué pasó? —pregunta, ladeando la cabeza como si fuera una madre intentando descifrar qué travesura acaba de hacer su hijo.

—Nada importante. Sólo un neumático explotado y un poco de tráfico. —Intento sonar casual mientras cargamos el resto de las cosas al camión.

No le menciono que fue el duque quien me ayudó. Con Agnes no vale la pena. Es demasiado inocente para todo este rollo de los conflictos sociales y la nobleza. Apenas sabe que tenemos un rey, y con lo de su tía Adelyn, no quiero añadirle más preocupaciones.

De regreso, le muestro el punto exacto donde la llanta decidió abandonarme a mi suerte.

—Aquí fue. —Señalo, y dejo escapar un suspiro involuntario al recordar cómo Felipe me acorraló contra el camión, su presencia invadiendo cada rincón de mi espacio personal.

—¿Por qué suspiras? —pregunta Agnes, con los ojos entrecerrados.

—Ah, por nada. Me acordé de lo complicada que fue cambiar la llanta, eso es todo. —Le sonrío y cambio el tema.

Llegamos al salón, y nos ponemos manos a la obra para montar lo que falta de la boda. Manteles por aquí, moñas por allá. Es una locura organizada que sólo dos mujeres como nosotras pueden manejar.

Cuando todo está listo, chocamos las manos y nos abrazamos, celebrando el haber sobrevivido a otro desafío más.

—¡Lo logramos! —exclama Agnes, con esa energía contagiosa que siempre logra sacarme una sonrisa.

—Sí, lo logramos. —La estrecho con fuerza, agradeciendo el momento de normalidad en medio del desastre de mi vida.

Pero mientras descargamos las últimas cajas, no puedo evitar pensar en esos ojos negros y tormentosos. Y en cómo, por primera vez en mucho tiempo, alguien logró descolocar a esta mujer que siempre encuentra la manera de mantenerse tranquila.

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La boda está en pleno apogeo, y la sala vibra con el murmullo de conversaciones y risas mezcladas con el tintineo de copas. Nuestro trabajo no para, sirviendo licor y atendiendo las interminables necesidades de los invitados. La música, la elegancia, los vestidos resplandecientes: todo es un espectáculo digno de una película, pero lo único que quiero ahora es un maldito respiro.

Dejo mi bandeja sobre una mesa auxiliar y me dispongo a tomar un momento para mí cuando siento el familiar pellizco de Agnes en el brazo. Gimo por lo bajo antes de girarme hacia ella.

—¿Qué pasa ahora? —le pregunto con una sonrisa, intentando mantener mi buen humor.

Con sus grandes ojos brillantes, señala con discreción hacia una mesa. Mi mirada sigue la dirección que indica, y casi se me detiene el corazón.

Carajo. Es Felipe. Y no está solo. Está acompañado por Bastián, nuestro rey.

—¿Es broma? —murmuro, llevándome una mano al pecho como si así pudiera controlar las palpitaciones.

Agnes me sonríe de oreja a oreja, completamente ajena a mi creciente ataque de nervios. Se inclina hacia mí y me susurra con tono cómplice:

—Él es el hombre del cual te hablé, con el que tuve un pequeño roce en el hospital, el aroma a su colonia es deliciosa— comenta con una sonrisa en su rostro.

Trago saliva, más confundida por su confesión que por la presencia del duque.

—¿Ese guapo? —pregunto, más por confirmar que para añadir algo útil a la conversación. Evito decirle que es un rey, la conozco y sé que no accederá a nada con él si sabe que es un rey, ya se me va a concurrir algo para empujarla a sus brazos.

Ella asiente, ruborizándose, y yo no puedo evitar sonreír con ternura. Decido animarla, empujándola por los hombros hacia la mesa.

—Anda, Agnes. Este es tu momento. Ve y sedúcele.

—¡No digas eso! —protesta, roja como un tomate.

—Es en serio. Ve. ¡Tú puedes! —Le dedico una sonrisa alentadora y la dejo ahí, aturdida y sin palabras, mientras me escabullo hacia los sanitarios.




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