Un Hijo Para El Duque

Capítulo 12

Felipe Delacroix

Termino de asegurar el último equipaje en el auto. No necesito mucho: un par de mudas de ropa, el equipo de escalada y, por supuesto, mi fiel botella de whisky. Hoy es un día perfecto para desconectarme de todo y de todos. Escalar un volcán y lanzarme al vacío atado a una cuerda suena mucho mejor que seguir lidiando con los problemas terrenales.

Me acomodo al volante y, antes de encender el motor, noto una figura familiar a lo lejos. La madre de Alain. Visita a su hijo cada mes como si fuera una penitencia autoimpuesta. No tengo ni idea de qué busca, pero algo en su persistencia me irrita. Hoy no es un día para soportar sus historias melancólicas sobre su maravillosa prole. Así que tomo una decisión rápida: largarme antes de que alcance el auto.

Piso el acelerador con un gusto que solo puedo describir como liberador. La carretera se abre frente a mí, y con cada kilómetro me siento libre, las ataduras caen y puedo respirar paz. Estoy en mi elemento.

El sonido del teléfono interrumpe mi momentáneo nirvana. La pantalla muestra el nombre de Bastián. De todas las personas que podían llamar, tenía que ser él.

—¿Qué quieres? —respondo, sin intentar ocultar mi falta de entusiasmo.

—¿Así saludas a tu rey? — Farfulla, con un tono entre divertido y exasperado.

—A mi amigo, no a mi rey. ¿Qué necesitas?

—Estoy hasta el cuello con entrevistas. Niñera tras niñera, y ninguna parece encajar con Lucille. Es un desastre.

Me río entre dientes. Claro, el pobre Bastián, agotado por problemas tan mundanos como encontrar a alguien que cuide a su hija.

—¿Y qué esperas que haga yo al respecto? — indago, dejando escapar un suspiro.

—Que me apoyes, no seas descortés. Estoy cansado y necesito una segunda opinión.

—Estás pidiéndole a la persona menos apta para tratar con niños que te ayude a elegir una niñera. Suena lógico.

—Felipe...

Su tono es una amenaza velada. Es difícil decirle que no cuando se pone así, aunque a veces desearía tener la misma habilidad para desaparecer que el humo.

—Está bien, está bien —cedo, solo para que me deje en paz—. Te ayudaré cuando vuelva de unas diligencias.

—¿Qué diligencias?

—Cosas mías. No necesitas detalles.

Cuelgo antes de que pueda responder. Una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios mientras pienso en lo mucho que detesta cuando hago eso.

El paisaje cambia mientras me adentro en las montañas. Los pensamientos comienzan a fluir. Sobre Bastián, su interminable devoción por su hija, y lo distinto que somos. Yo no tengo tiempo para vínculos emocionales ni para cargar con responsabilidades que no me interesan. Las personas son pasajeras, y prefiero mantenerlas a una distancia segura.

El volcán espera, y con el, la libertad momentánea que siempre encuentro en el borde de lo extremo. Allí, no hay madres con historias tristes, amigos desesperados ni obligaciones familiares. Solo yo, el abismo, y la tranquilidad mundial.




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