Los ojos de los dos hombres se hallaban centrados en la mujer de vestido de volantes rosados, la que deseaba estar en cualquier lugar excepto allí. Incluso la hubiera preferido a la Condesa Norwon, con ese lunar debajo de la nariz que la distraía siempre que le regañaba. Sin embargo, no era posible, debía enfrentar aquel amargo trago que la vida le había llevado a afrontar, dando una respuesta ante la máxima autoridad del país.
—Soy Iris Quinn, la sirvienta principal de la señorita Evonny.
Aquellas palabras fueron suficiente para que aquel silencio fuera aún más incómodo que antes. El rey se veía perdido en sus pensamientos, los que iban hacia lo que habían compartido la anterior noche, junto con todo lo que involucraba que había confundido a su prometido casi esposa con su sirvienta. Aquello iba a ser imperdonable. La familia Evonny iba a querer comerlo crudo, siendo que era un ducado muy importante en el reino, a los que no podía disgustar sin remordimientos.
Al mismo tiempo, al escuchar aquello e imaginarla con ropa de sirvienta, le hizo recordar los momentos donde había visto una peculiar sirvienta que le había llamado la atención por sus dos encuentros: uno, cuando hablaba en el jardín con Alter y otro, en el balcón del banquete que había realizado. Habían sido encuentros fortuitos muy breves, por lo que había olvidado aquel rostro con el que se había topado por unos cortos segundos, solo dejando un vestigio de que había quedado tocado de alguna forma. Después de todo, era el rey, con una infinidad de tareas que debía resolver cada día y con mucha gente que ver por distintos motivos. Incluso casi había ocurrido una guerra luego de estos encuentros. Era normal que se hubiera olvidado.
Quizás, hasta en su subconsciente, quiso engañarse pensando que aquella había sido la joven señorita Evonny, la que resaltaban en sus descripciones por su gran belleza. Porque no había duda, la joven frente a él también era muy hermosa, encantadora, sin que nadie pudiera afirmar lo contrario. Pero no de forma llamativa, sino una belleza discreta, como las petunias en flor bajo una noche estrellada. No todos serían capaces de admirar aquella clase de acontecimiento, que solo los más refinados poetas podrían percibir todo lo que esto confiere. Y, para su fortuna, el rey era de uno de esos pocos poetas que quedaban en el mundo.
—¿Y por qué una sirvienta está vestida de esta forma? —cuestionó un sobresaltado Alter— Debería estar usando su uniforme.
Ante su acusación, Iris agachó la cabeza en señal de sumisión, lista ante cualquier regaño o castigo que pudieran darle, ya que era culpable.
—Su Majestad, ¿quiere que llame a la Jefa de sirvientas?
—No.
La respuesta del rey los sorprendió a ambos, dejándolos con los bien abiertos sin perderse de ningún detalle de la persona tras el escritorio.
—No necesito que la llames, porque fui yo quien le dio ese vestido.
—¡Señor! —exclamó un muy sobresaltado Alter, incrédulo ante lo que estaba oyendo. Sin duda, el rey se había vuelto loco, pensaba.
No negaba que la señorita podía llegar a considerarse bonita entre las féminas. Pero no era más que eso. No era una belleza sin igual como la señorita Evonny, tan impactante y refinada. No era más que un pedazo de madera cubierto con una cobertura de oro. Así era Iris para él.
—Déjanos a solas, Alter. Tengo algo que hablar con ella.
—De acuerdo —accedió para luego retirarse.
A decir verdad, en aquel lugar se respiraba una tensión a niveles que no muchos han llegado a conocer. Iris se consumía en su sitio mientras el reía la analizaba. Había apoyado ambas manos bajo el mentón y la miraba sin ninguna expresión en su rostro, siendo tan imbuido en sus pensamientos que la pobre joven frente a él no podía adivinar lo que estaba pensando, y si aquello era algo bueno para ella o no.
Un minuto pasó de forma agónica, hasta que, por fin, el rey habló.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no me dijiste nada para detenerme?
—Lo iba a hacer, pero, no pude —confesó con un rubor en las mejillas, a lo que el rey tuvo que refregarse los ojos.
Era demasiado tierna para él. Le estaba diciendo que no pudo resistirse y que había caído bajo sus encantos como una serpiente al flautista o un insecto hacia la luz. Ahora le estaba siendo muy difícil el tener que refrenarse para no volverla a besar allí mismo, sin importarle más nada ni ponerse a discutir los por qué. Pero no debía. Aquello era algo serio que debían discutir.
—¿Y dónde estaba la señorita Evonny?
Ante aquella pregunta, Iris cerró la boca con fuerza. No podía descubrir a su ama, aún si aquello le costase un gran castigo. Necesitaba ver otra manera u otro camino para salir de aquel aprieto hecho pregunta. Por su parte, el rey notó de inmediato que allí había algo oculto, si no, no habría motivo de que la sirvienta se encontrara sola en la habitación de su ama y que ella ni siquiera apareciera.
Al ver que no respondía, volvió a repetir:
—¿Dónde estaba la señorita Evonny?
—Yo… no lo sé —confesó—. Solo debía quedarme en su habitación para que nadie entrara.
—¿Estás segura de que no lo sabes, o es que quieres encubrirla?
—No lo sé —repitió con más seguridad.
Al parecer, no iba a lograr más preguntando sobre aquello, por lo que se encaminó a preguntar algo igual de serio que hacía que el estómago le cosquillease como a un colegial.
—Y, ¿qué crees que deberíamos hacer con lo que pasó anoche?
Una vez más, una Iris color frutilla dio su aparición, teniendo que carraspear luego de ahogarse con su propia saliva. El rey, por su parte, admiraba la tierna escena de la joven que estaba igual de nerviosa que él, sin pensar que habían dejado toda la timidez en un cajón hacía no muchas horas.
—Creo que eso será lo que Su Majestad decida.
Con aquellas palabras, Iris hasta estaba dispuesta a ir a prisión, el exilio o la muerte, si el rey así lo decía. Sin embargo, el joven de cabello dorado pensaba en otras ideas mucho menos radicales, considerando las posibilidades que ahora le ocasionaba el haber dormido con ella.