Al día siguiente, el llamado del rey al Consejo hizo que todos estos hombres se sintieran nerviosos, pensando en el porqué que haría reunirlos. Varias eran las ideas, pero sin duda ninguna era la acertada. Los grandes y orgullosos ancianos se frotaban la barbilla, tratando de lucir relajados mientras pensaban. Ni siquiera los de más confianza tenían idea de qué hacer, si quizás era por algo aún mayor que habían pasado por alto o si era por la guerra que parecían haber evitado.
Todo el misterio se hizo aún más profundo cuando el rey se mostró en la sala. El silencio era enorme, conforme todos los ojos iban hacia una persona en la cabecera del sitio, sentado en su trono dorado y rojo.
—Los he reunido hoy aquí por un anuncio. No es para pedir consejo, aunque les agradeceré sus opiniones —habló cauto, a lo que los ancianos prestaban más de la acostumbrada atención—. Voy a tener un hijo.
Con aquella revelación, todo el Consejo hizo una expresión de asombro, incapaz de creer que el rey estuviera diciendo la verdad. Era tan inesperado. Sabían que el monarca había abandonado a su prometida, la señorita Evonny, por asuntos de la guerra. Todos ellos habían estado invitados a la boda. Por eso mismo, la idea general de que la señorita era la madre del niño, hizo que todos comenzaran a hablar en cuchicheos con picardía, pensando que el rey no había podido esperarse a la verdadera noche de bodas.
—Nuestras mayores felicidades, oh, Su Alteza —habló uno de los ancianos con una reverencia, a la que todos imitaron agregando buenos deseos.
Arthur los observaba sintiéndose incómodo, entendiendo que habían asumido quién era la madre del niño. Pero, ahora debía confesarse. No sabía cuál sería la reacción de los estirados y estrictos ancianos, por lo que se removió incómodo ante el mal trago que tendría que pasar.
—La madre es una de mis sirvientas —soltó, creando un silencio abismal en el lugar.
Todos le observaban sin reacción, como si esperaran que el rey admitiera que estaba bromeando. Pero eso no sucedía, lo que lograba robarles el aliento. Pasaron así unos largos segundos de reflexión, hasta que el mismo anciano que había hablado antes tomó la palabra.
—Oh, Su Majestad, le deseo las mejores felicidades. Es una gran alegría saber que ya tendrá un sucesor, que era el porqué del compromiso en primer lugar.
Como si todos siguieran a aquel anciano y lo que dijera, nuevamente se repitieron los buenos deseos. Quizás en su interior había muchas dudas y reproches, siendo que la señorita Evonny era la pareja perfecta, la que poseía dinero, poder y belleza, y había decidido dejar todo eso de lado por una sirvienta. Nadie podía comprenderle, hasta que el anciano volvió a hablar con una sugerencia en mente.
—Mi rey, deseo hacerle una pregunta.
—Hazla —concedió de inmediato.
—¿Qué es lo que hará a continuación? ¿Romperá el compromiso con la familia Evonny?
Era, a final de cuentas, la misma pregunta que Arthur se estaba haciendo. No sabía en verdad qué era lo mejor para todos, por lo que estaba muy meditabundo sobre aquel asunto. La anterior noche no había podido dormir nada, pensando en todo e imaginándose a sí mismo como padre cargando a su hijo, una tierna criatura que no tenía culpa alguna de todo lo que estaba sucediendo. A su vez, la tierna imagen de la bella sirvienta cargando a su hijo le hacía sentir una sensación cálida en el pecho, por alguna razón que no podía explicar. Así es que, estaba de lo más confundido. Solo el tiempo sería lo que le ayudaría a pensar. Por desgracia, debería enfrentarse a su prometida, la señorita Evonny, aunque no quisiera. Eso era lo mínimo que se merecía luego de abandonarla y engañarla con otra mujer por error.
—Aún no lo sé —habló con franqueza, sintiéndose flaquear por primera vez frente aquellos ancianos.
Por su parte, uno de los más experimentados del lugar, maquinó una idea que creyó que era una genialidad, una que contentaría a todos. O, al menos, a los relevantes del asunto. Con mucha premura y ansias, se hizo a un costado, resaltando entre las ordenadas filas de consejeros.
—Dime —confirió la palabra el rey.
—Qué tal si, arreglamos todos los asuntos. Podría usted casarse inmediatamente con la señorita Evonny, mientras se oculta el embarazo de la sirvienta, y luego hacer pasar al niño o a la niña como hijo de la señorita.
Todo el Consejo se agitó ante tal buena idea. Era audaz y astuta, perfecta para la situación sin aparente salida del rey. El único cabo suelto sería la sirvienta. Pero, ¿a quién le importaría? Con un par de monedas quizás ya se arreglaría ese asunto. O al menos, eso era lo que casi todos pensaban, con excepción del monarca.
Arthur no podía negar que la idea era muy buena, una que contentaría a casi todos. Pero le desagradaba por alguna razón. No quería hacerle algo así a la bella sirvienta, quien se había apoderado de su mente, haciendo que ella reapareciera en cada recuerdo y memoria. Sus ojos negros tan oscuros como el ébano, los que eran como su larga cabellera a la que le había gustado tomar y acariciar aquella noche. Su figura, esbelta y delicada, con piel blanquecina y manos delicadas. Y sus labios, los que habían hecho que le robaran el aliento.
El recordar que era suya, de su propiedad, hacía que se sintiera mejor, que le volviera el alma al cuerpo. No tenía ninguna duda: Siempre estaría con él. No le importaba la manera, pero no podría dejarla ir. Menos aún ahora que iban a compartir un hijo.
—Pensaré en el asunto —cortó el bullicio, haciendo que todos atendieran a sus palabras.
Con solo esas cuatro palabras como final, se retiró del lugar, dejando a todos muy preocupados de lo que podría pasar, preguntándose también cómo irían a reaccionar la familia Evonny. No eran conocidos por ser una familia suave o bondadosa. Más bien, la posición en la que se encontraban era gracias a su gran astucia y el buen manejo que habían hecho en sus tierras y decisiones políticas.