El día había iniciado con normalidad, con cada persona del castillo encargándose de sus ocupaciones, quehaceres y divertimentos. El rey, como todas las mañanas, estaba en el estudio encargándose del papeleo y de asuntos importantes del reino. Iris, como estaba haciendo durante las últimas semanas, trataba de seguirle el ritmo a las demás señoritas de sociedad instruyéndose a sí misma. Sin embargo, no era tarea fácil. Las habilidades no eran cosa de dones innatos, eran la preparación y el sacrificio de años, de repetición, de errores. Por eso mismo, se sentía bastante frustrada.
Sabía muy bien que su papel en el castillo no sería el de una reina, quien tendría que saber bastante sobre el reino y su funcionamiento. Lo que, en otras palabras, sería como la mano derecha del rey. Casi como el señor Baron, solo que usando vestidos y teniendo una presentación mayor a todos los ciudadanos y los referentes, así como también del Consejo. Pero ella sería solo la mujer del rey, una simple amante de título.
A pesar de eso, no quería verse como una mujer que había dormido con el rey solo para tener una vida fácil. Quería, si le era posible, ayudarlo lo más que pudiera. De alguna forma, sentía que eso era lo mínimo que debería darle como retribución, dado el papel que le había dado allí y que le permitiría estar con su hijo.
Así, con eso en mente, Iris salió de su habitación bien temprano en la mañana, sin nadie que la guiase o ayudase para no perderse, y comenzó a caminar. No tenía un rumbo fijo, por lo que solo caminaba deseando encontrarse con alguien que le pudiese decir dónde estaba la biblioteca. Y, sin embargo, el lugar estaba tan vacío que parecía que nadie lo estuviese habitando, ni que tuviera la capacidad de tener tantos sirvientes como tenía.
Debido a que había servido en una parte del castillo, solo conocía ese sector, el que pertenecía al ala del rey. Por eso es que, con cierto temor de ser descubierta en su recorrido, caminaba hacia donde recordaba que el rey tenía una biblioteca privada. Era una sala grande llena de centenares de libros de todo tipo, algunos, muy antiguos y otros, demasiado nuevos. Sabía que allí podría al fin encontrar la información que requería para ser una mujer más capaz, para darle una cierta retribución a los favores que el rey estaba teniendo para con ella. Sin embargo, no contaba que no sería la única allí.
Ese día había acontecido una reunión muy importante de los delegados del reino de Aretta con su príncipe heredero, Amet. Había sido una conversación corta, donde mayormente se oían los reproches de los corpulentos hombres, que de tanto y tanto golpeaban la mesa que se les había provisto en la habitación del príncipe. Era una costumbre de su país, donde debía golpear lo que tuvieran cerca, incluso, podía ser la cabeza de alguno de sus amigos. El punto era que estaban de lo más molestos por la postura que su futuro rey estaba tomando.
—Señor, no podemos actuar así. Ya sabe que nuestro verdadero objetivo aquí nunca fue la paz. Deberíamos ponernos al día con la geografía del lugar y cómo podríamos invadir el castillo.
—Incluso, siendo diez de nosotros, puede que lo logremos si es que atrapamos al rey —ideó otro, a lo que Amet escuchaba con atención.
—Harían cualquier cosa por salvar a su rey, siendo que es lo único que tienen.
—Así es, quizás solo necesitamos matar al rey para que todo el reino se hunda en la desesperación —agregó con malicia—. Entonces, allí ya podríamos atacar y hacer todo este vasto territorio nuestro.
Todas las ideas le sonaban de lo más atractivas al príncipe, quien se sobaba el mentón conforme pensaba. Sus compañeros de guerra eran lo más fieles y brutales que podría pedir, teniendo estrategias que eran de un estilo que todos compartían. Por eso mismo, conforme la conversación se iba tornando más oscura y siniestra, a la vez que detallada, un brillo se plasmaba en sus ojos.
Sin embargo, en un momento inesperado, el recuerdo de la pelinegra que los recibió en la entrada hizo que se le cortara el tren del pensamiento, llevándolo a cuando ambos conectaron miradas, una vez él había levantado el pañuelo. Aquel bordado tan fino, delicado y algo torpe, le hizo recordar a su madre, por algún motivo, quien había nacido en la barbarie y había tomado el rol de reina por azares del destino. Allí, ella también había hecho unos pocos bordados, siendo muy similares a los que la bella jovencita del día anterior le había regalado.
No podía creerse que estuviera pensando en otra cosa, cuando su tema favorito, la guerra, era lo que estaba siendo discutido en ese momento. Pero era más fuerte que él. Podía ver su delicada sonrisa, la que tenía algo de temor detrás de ella, y que aún así pudo mantener la vista fija en él, el oso de Aretta, la persona más temida de su reino. Y aquello le daba más curiosidad, deseando ver a la pequeña Iris Quinn frente a él para ver cada una de sus reacciones, las que esperaba que le siguieran sorprendiendo.
Sus hombres seguían hablando de estrategias, siendo algunas algo imprudentes e impensadas, pero con su toque característico de salvajismo, donde había muerte y destrucción. Aquello era bien celebrado por todos. Con excepción del príncipe que en su mente se iba del lugar, hacia la joven que seguía buscando la biblioteca.
La conversación se dio por finalizada cuando todos oyeron el sonido de unos tacones dirigiéndose hacia su sitio. Eran grandes guerreros, por lo que sus sentidos estaban entrenados y alertas para detectas presencias, la que en este caso era una femenina. El silencio era íntegro, de forma tal que era aún más sencillo de detectar los tacones que iban hacia allí, de forma algo apagada y dubitativa. Enseguida, el pensamiento de que una adorable fémina estaba afuera hizo que los hombres se miraran entre sí con picardía. Querían hacerle una broma a quien estuviera afuera. Sin embargo, fueron detenidos por Amet, quien se puso de pie y fue hasta la puerta antes de que nadie le ganase.