El papel que se encontraba frente a ella ya se encontraba con diversas manchas, las que cada vez eran multiplicadas más y más por su pluma indecisa y temerosa. No podía moverla. Se sentía que estaba en una situación crítica de la que no podía escapar y de la que no quería ser parte. Sin embargo, no tenía más opciones. Debía escribir aquella carta, aunque no le gustase.
Así, con manos temblorosas, comenzó a graficar las primeras palabras, las que mostraban un remitente del que estaba por demás asustada y emocionada.
“Querida madre”.
Sabía que sería difícil poder contarle todo lo que había ocurrido mientras estaba en el palacio. Dudaba de si incluso sería capaz de creerle. Aún así, comenzó a escribir las palabras que podrían condenarla o que podrían alegrar el corazón de su estimada madre, la que había tenido que abandonar con tan solo una nota por el capricho de los Condes.
La tinta iba y venía conforme le contaba que se encontraba bien de salud, que la extrañaba mucho y que esperaba que también se encontrara en buenas condiciones. Esta vez no tenía por qué escatimar en gastos, por lo que se tomó más tiempo y palabras para poder comunicarse con su amada madre.
Luego de mucha diatriba, ya era necesario que dejase salir lo más difícil y necesario, la razón principal por la que se había decidido a escribirle a su madre luego de meses de no comunicarse. La última vez que lo había hecho, fue cuando aún estaba sirviéndole a la señorita Evonny. Y, sin embargo, no había recibido ninguna respuesta. Todo este tiempo solo pudo rogar a los cielos que ella se encontrara bien y en buena salud, deseando que algún día pudiera perdonarla por abandonarla de esa forma, con tan solo unas pocas líneas entregadas por alguien más.
No podía culparla. Sabía que estaba molesta, dolida, pero esperaba que su amor maternal permitiera que lograra brindarle su perdón. Después de todo, siempre había sido una hija intachable, la única persona con quien había podido contar luego de encontrarse solas contra el mundo. Conociendo a su madre, sabía que necesitaría cierto tiempo para poder asimilar las cosas.
“Desearía que pudieras venir. El rey me ha provisto de una propiedad en la que se ha visto interesado de que pudieras conocer.”
No era una mentira, el rey así lo había dicho. Sin embargo, no podía confesarle acerca de su embarazo, ya que sabía que, de saberlo, se escandalizaría. Por eso mismo, daba la información suficiente y necesaria, sin pasarse a los detalles que pudieran alarmarla. Esperaba que, de ser que funcionara su argumento, pudiera ir a Berkshire para estar junto a ella y apoyarla en los últimos meses de embarazo. Después de todo, cuando supiera que ahora se le había provisto de un título, una posición en el castillo y el favor del rey, quizás no se sentiría avergonzada por el hecho de que su hija estuviera engendrando una criatura en su vientre sin estar casada.
“Te necesito mucho aquí. Ojalá puedas venir. Voy a estar esperándote.
Te quiere, Iris.”
Así finalizó su carta. Luego de esto, llamó a Daphne para que pudiera hacerle el favor de llevar esta carta a la mensajería. Todo fue tan rápido, que tuvo que dedicar unos momentos para recordar las palabras que había dispuesto para su madre, dudosa de si había hecho lo correcto por cómo se había expresado. De cualquier manera, ya era tarde como para arrepentimientos. Daphne, siendo tan diligente como siempre, ya se encontraba a mitad de camino, imposible de interceptar.
Iris se encontraba con todas estas preocupaciones en la intimidad de su habitación, cuando alguien golpeó a su puerta. Pensando que quizás se trataba de Daphne por algún motivo, levantó la voz para pronunciar un “pase”, haciendo que la persona tras la puerta le escuchara con claridad. Sin embargo, no se trataba de su querida amiga, sino que era el rey, quien se encontraba luciendo un traje azul, algo desalineado como para su posición, pero que le hacía lucir joven y despreocupado.
—Disculpe que la moleste.
—No es ninguna molestia —alegó de inmediato—. ¿Me buscaba usted?
—Así es.
Un pequeño silencio se instauró en el lugar. El rey no hacía más que pensar en la conversación que había tenido esa misma mañana con su fiel consejero Alter, que le había hecho pensar y repensar su situación con la pequeña doncella que tenía frente a sí. Había pasado horas tratando de encontrar la manera de dejar de sentirse tan miserable y molesto cuando pasaba en su cabeza la idea de que Iris se encontrase con el príncipe Amet o con cualquier joven. Sabía que no tenía el derecho en cierta forma de controlarla a cabalidad, pero, siendo la madre de su hijo, eso le daba cierto poder o influencia, ¿verdad?
—Yo, venía a pedirle que, por favor, reduzca su trato con los delegados de Aretta al mínimo.
Ante tal exigencia, Iris abrió los ojos en sobremanera al no entender el pedido del rey. Sintió que, quizás, había dicho algo inoportuno o erróneo en las reuniones que habían tenido, como había sido en la anterior cena o cuando pudo charlar con el príncipe Amet en la biblioteca. No le había parecido que hubiera cometido algún error, pero tampoco podía poner las manos en el fuego por ello. Por eso mismo, tuvo el valor de preguntarle.
— ¿Acaso he hecho o dicho algo mal en nuestras reuniones?
—No es eso —inició un Arthur frustrado. Hubiera deseado que no le preguntara por más información—. Lo que sucede es que no me agrada. Además, a pesar de que han venido de visita por nuestro acuerdo de paz, no confío totalmente en ellos. Por eso no deseo que nadie deposite por completo su confianza en ninguno de su grupo.
Iris recordó con rapidez cómo se había mostrado el príncipe Amet en sus reuniones, sea en público o privado, y no le había parecido que tuviera que tener cuidado de él. Si bien su apariencia era de por más salvaje y bestial, sus pensamientos podían ser moldeados con la razón y buenos argumentos. Era alguien que podía pensar, más que solo agarrar todo con sus puños, como cualquiera hubiera pensado. Fue por esa razón que no podía creer en lo que el rey le estaba diciendo. A pesar de que no los conocía a cabalidad, sentía que se merecían una oportunidad.