─ ¿Has mirado las mareas?
─ ¿Para qué? Van a ser las mismas que hace cuatro días.
─No, las mismas no.
─Bueno, muy parecidas.
─Yo no voy hasta allí para estar quince minutos y después tener que irnos porque ya no hay playa.
─Me lo vas a recordar toda la vida, ¿verdad?
─Perdí el rey de espadas y la sota de oros. Tía, era una baraja nueva, y me había costado una pasta…
Amara puso los ojos en blanco mientras terminaba de acomodar las cosas en su bolsa de playa.
─Porque a la señorita no le valen las que dan de promoción en el banco.
─La que nos dieron cuando abrimos la cuenta para la universidad eran muy fea, reconócelo ─replicó Mónica sin mirarla. Toda su atención estaba puesta en las fresas que había comprado en el supermercado antes de ir a por su amiga, intentando vislumbrar a través del envase de plástico si alguna de las frutas estaba dañada.
Lo primero que había hecho nada más cruzar por la puerta de la casa había sido quejarse de lo caras que eran, además de exigir que alguien le aclarase por qué toda la comida sana y rica era tan cara. ¿Cómo se suponía que iba a llevar una vida de adulta responsable con una dieta equilibrada si las fresas de gominola eran más baratas que las de verdad?
Amara se había limitado a hacer una mueca ligera con la boca mientras su amiga despotricaba a gusto y ella terminaba de preparar sus cosas. La vida universitaria, había pensado distraídamente por encima de la voz de Mónica, sobre todo cuando se vive fuera de casa, hace que uno se vuelva más rata.
─Pero si solo son para jugar a la escoba y poco más ─replicó Amara en ese momento, asegurándose de que llevaba todo lo que necesitaba. Por supuesto, no era así. Siempre le faltaba algo en el último momento.
─Bueno, pero mis grandiosas victorias se merecen una baraja digna de ellas.
Amara soltó una carcajada mientras salía de la cocina.
─Así te va en el amor ─dijo a su espalda, pero al instante se arrepintió de sus palabras.
Iba a darse la vuelta y disculparse, pero la voz de Mónica no tardó en replicarle, desenfada.
─ ¿Lo dices porque soy afortunada en el juego o por la suerte cuando me echan las cartas?
─ ¿Quién ha hablado de echar la suerte en las cartas?
─Laura. Dice que la próxima vez que hagamos quedada en su casa quiere echarnos las cartas.
Amara enarcó una ceja mientras sus ojos recorrían su habitación de arriba abajo, con meticulosidad felina. Estaba buscando sus gafas de sol, que como de costumbre, no recordaba donde las había dejado la última vez que las había cogido. Su mirada no tardó en localizar la carcasa donde las guardaba, pero estas no estaban dentro, por supuesto. Se puso a buscar en los bolsillos de las chaquetas.
Nunca se había creído la fortuna de las cartas, pero inventarse ideas pintorescas sobre los resultados que salían en las tiradas que hacía con sus amigas era una manera entretenida de pasar el rato. Sin embargo, ahora no le apetecía lo más mínimo especular sobre su futuro en base a lo que dijese un pedazo de cartón y un blog escrito en Internet por alguien que se aburría en sobremanera. No después de todas las cosas que había descubierto y experimentado el primer año de carrera.
¿Qué iban a decirle tres cartas y la tarotista profesional Luz Estela a una chica que por lo visto tenía sangre de hadas corriendo por sus venas? Una joven que acaba de cumplir veintiún años y que descendía de un linaje casi extinto (totalmente desaparecido si no fuera por ella) de mujeres que cazaban seres inmortales que habitaban un mundo por debajo del que todos los humanos conocían. Puede que, pensándolo bien, algo de curiosidad sí tuviese.
Oh, un tres de espadas. Eso puede significar que o bien me van a empalar tal y como me ha descrito Ross en múltiples ocasiones si sus congéneres me descubren, o que, por mi ascendencia, tengo habilidad para luchar con tres armas a la vez. Pero, ¿cómo sostengo la tercera? ¿Con la boca?
─La lectura más profesional del mundo, con una baraja del año de la polka de una promoción de cuentas de ahorro y mirando que significan las cosas en una página cualquiera de internet ─añadió cuando sus dedos rozaron algo frío y liso en el interior de una chaqueta vaquera.
Sus gafas. Las sacó con un gesto triunfal y volvió a la cocina de la casa de su abuela.
─Tu ríete ─replicó Mónica señalándola con el dedo y con la voz sorprendentemente seria y lúgubre de repente─, pero a Lucía le salió que iba a tener una desgracia en el amor y a la semana cortó con… ¿cómo se llamaba el chaval?
Amara le lanzó una mirada escéptica.
─Eso estaba más que acabado, no hacía falta que unas cartas lo dijesen.
Mónica siguió argumentando razones para creer en la suerte de las cartas y las tarotistas mientras Amara terminaba de recoger y de limpiar lo que había dejado esparcido por la pequeña casa. Nadie iba a regañarla por el desorden, ni siquiera ella misma, pero su abuela había sido la mujer más organizada y meticulosa que había pasado por su vida, y aunque no había heredado de ella ninguna de esas cualidades, Amara sentía que se lo debía. Era lo mínimo que podía hacer por ella ahora que no estaba; mantener su casa lo más impoluta posible y los geranios que rodeaban el camino de entrada sanos y bien cuidados.