Amara se había prometido a sí misma que no iba a llorar. No le había dicho nada a Mónica porque en el fondo sabía que no iba a ser capaz de mantener esa promesa y no quería que su amiga la pinchase de camino a su nuevo apartamento, así que cuando las lágrimas comenzaron a asomar en sus ojos y Mónica se dio cuenta, esta se limitó a envolverla en un abrazo silencioso.
Nadie en el aeropuerto de Dúnedin les dedicó más que una mirada rápida. Aquel lugar, situado tan lejos de su casa, estaba acostumbrado a aquellas muestras de emoción. Pero para Amara era diferente. Ella no era una turista más que iba a pasar unos días en aquel lugar mágico y lleno de leyendas e historias mágicas, más reales de lo que jamás habría imaginado. Para Amara, poner los pies en aquel aeropuerto significaba haber cumplido un sueño. Un sueño por el que había luchado mucho. Un sueño que se sentía incompleto sin su abuela a su lado para verlo.
Estaba tan nerviosa que apenas fue capaz de comunicarse con la señora Kerr, la propietaria del piso en el que ella y Mónica vivirían su etapa universitaria y, con suerte, tal vez algunos años más. Había estudiado el idioma de aquel país durante años, le gustaba, y además tenía un certificado que aseguraba que tenía un nivel de comprensión y una capacidad de comunicación más que decente en él, pero en aquel momento, con la anciana de cabellos grises pulcramente peinados parloteando a una velocidad de vértigo y Mónica medio escondida detrás de ella clavándole las uñas en el antebrazo, Amara se bloqueó. Solo le quedaron claras dos cosas: la primera, que no debían de poner la calefacción más alta de cierta temperatura porque entonces podían tener un serio problema con la caldera; la segunda, tenían terminantemente prohibido quitar de la puerta de la entrada la rueda de aspecto navideño que colgaba por la parte de dentro.
Amara y Mónica no pudieron evitar echarse un vistazo de reojo la una a la otra después de mirar la rueda con sorpresa y escepticismo. Estaba hecha con ramas secas de roble y fresno que se entrelazaban alrededor de una varilla de hierro, unidas gracias a cintas de lana de color carmesí. Días más tarde, Ross le explicaría entre carcajadas que entre los mortales de aquellas tierras existía la creencia de que las ruedas compuestas con aquellos materiales y colocadas en las puertas de las casas tenían un efecto protector, previniendo la entrada en el hogar de seres… seres de otro mundo. Feéricos. Seres como él.
─Totalmente inútiles ─añadiría el pixie mientras se columpiada en la versión más pequeña de la rueda que colgaría cinco días después del flexo que Amara tenía en su escritorio.
Pero Amara no sabía nada de eso mientras dejaba la pesada maleta en la que sería su nueva habitación, luego de que la señora Kerr se marchase por fin. Abrió la ventana corredera, con el sonido de la voz de Mónica llegándole desde la habitación continua, y respiró una bocanada del aire fresco de finales de verano. Cerró los dedos con fuerza sobre el aluminio frío y húmedo, y miró hacia fuera. Había comenzado a atardecer, los rayos del sol bañaban la calle y los edificios de colores broncíneos. Una tonalidad que a ella siempre le había parecido mágica, aunque de una manera un tanto maliciosa.
Sus ojos no tardaron en encontrar la cúpula que sobresalía sobre el resto de construcciones, de color gris claro y tragaluces que reflejaban la luz crepuscular. La linterna terminaba en una cruz con un círculo rodeando la inserción. Tenía un aspecto majestuoso, parecía estar vigilando y cuidando la ciudad que la rodeaba y a sus habitantes. Desde su piso, era lo único que Amara podía ver de la facultad a la que comenzaría a asistir la semana siguiente.
Los ojos se le humedecieron con ese pensamiento y notó que el tatuaje que se tenía en las costillas del lado izquierdo del cuerpo le hormigueaba.
Lo he hecho, abuela. Ya estoy aquí.
Dejó que esas palabras salieran de ella en forma de agua salada. Le había prometido a su abuela que lucharía por su sueño de vivir en Dúnedin, esa ciudad que tanto la había atraído de manera casi obsesiva desde que era una niña, y por fin había cumplido su promesa. Le había costado dos años prepararse para afrontar el examen de acceso y reunir el dinero que necesitaba para pagarse un piso a medias con Mónica durante un par de meses, en caso de que no fuera capaz de encontrar trabajo al llegar a la ciudad. Pero lo había conseguido. Jamás lo admitiría en voz alta, pero durante aquellos dos años, no fueron pocas las veces que dudó de que llegaría hasta allí.
Amaba la tierra que había dejado atrás, en el continente, y sabía que añoraría la casa encala a pie de playa en al que había vivido sus veinte primeros años de vida, con todos aquellos maceteros llenos de flores de temporada amorosamente cuidados por su abuela paterna, pero aquel lugar… aquel lugar tenía algo que la llamaba. La simple mención de su nombre provocaba un hormigueo en sus venas.
Pocos meses antes de que fuera diagnosticada de cáncer, le había prometido a su abuela que se la llevaría con ella a vivir a Dúnedin. A la Amara de dieciséis años le había parecido lo justo teniendo en cuenta que había sido ella quien le había hecho sentirse curiosa por aquel lugar y las historias que lo rodeaban. Tampoco había fallado en eso; las flores de geranio grabadas en la piel sobre sus costillas eran la prueba de ello.
Rodrigo, el novio de Mónica, apareció media hora más tarde para recogerlas y llevarlas a tomar algo a un pub relativamente famoso cerca de dónde vivían y con pinta de no haber visto una limpieza a fondo en mucho tiempo. A Amara no le importó lo más mínimo; no cuando escuchó la música atronadora que resonaba contra las paredes de madera repletas de bufandas de equipos deportivos de la ciudad, símbolos celtas y fotografías de famosos que sonreían junto a la dueña del local.