Amara se puso de puntillas, pero sus ojos seguían sin localizar a la ardilla. Se mordió el labio inferior, contrariada. Puede que no fuera tan amistosa como la que había visto esa tarde, comiendo de la mano de una chica. No le habría extrañado demasiado; el ruido que salía del pub no invitaba a acercase demasiado a nadie que apareciese por sus puertas.
Amara se apartó el pelo encrespado de la cara. El aire fresco de la noche mordisqueó la piel de su cuello. La marca de nacimiento que tenía allí quedó expuesta; no era demasiado grande, apenas del tamaño de una moneda, pero sí tenía una coloración intensa que destacaba contra su piel pálida y una forma… curiosa. Amara nunca había sabido ponerle nombre. Tampoco se había avergonzado de ella, pues nunca había considerado que tuviera razones para hacerlo. Solo era una marca de pigmentación, una mancha que parecía haberse comido toda la melanina de su cuerpo, sí, pero… solo era una marca. Esa noche, comprendería que aquella marca decía mucho más de ella de lo que se había llegado a imaginar.
El olor a tierra húmeda se extendía por su nariz y su garganta de manera molesta, con aquel regusto extraño de metal; como si la tierra estuviera manchada de sangre. Amara se frotó la nariz, desanimada y molesta, y comenzó a retroceder. La ardilla no se veía por ninguna parte y aquel lugar desprendía un aroma que la irritaba. No merecía la pena seguir allí, buscando y dejando que el frío la mordiese con dientes afilados.
Fue entonces cuando apareció la criatura que cambiaría su vida para siempre.
Los ojos de Amara detectaron un movimiento por encima de su cabeza, entre las ramas del árbol, todavía tupidas con una generosa capa de hojas que comenzaban a adquirir las tonalidades propias del comienzo del otoño. Frunció el ceño, extrañada, porque a pesar de que en un primer momento pensó que se trataba de la ardilla, que había cambiado de opinión, lo que apareció delante de ella… no tenía ni remotamente el aspecto de una ardilla.
Lo se mostró ante Amara tenía una apariencia similar a una persona. O a un muñeco, mejor dicho, pues su tamaño no era mayor que el de su antebrazo. Su cabeza estaba coronada por una mata de cabello negro en la penumbra de la noche, ondulado y espeso, y unos ojos grandes que se veían oscuros con la escasa luz la miraban muy abiertos, cargados de sorpresa. Pero lo que de verdad captó la atención de Amara, fue el par de alas que asomaba por detrás de la espalda de… de lo que fuera aquello.
Eran grandes, con una forma similar a las de una mariposa, con el mismo aspecto delicado y hermoso, pero a la vez, no parecían ser frágiles en absoluto, ni tampoco inofensivas. No, aquellas alas parecían estar hechas de cristal pulido y afilado en los bordes.
Amara separó los labios. Una exhalación escapó de su boca, pues el grito que sentía presionar las paredes de su garganta murió allí, dentro de ella. ¿Qué cojones…?
Amara comenzó a retroceder de espaldas. La criatura, aquel ser parecido a un hada de cuento, levantó las manos, mostrándole las palmas vacías, y siguió el avance de Amara, despacio.
─Tranquila ─dijo la criatura, levitando en el aire a un par de palmos de distancia. Su voz era sorprendentemente grave para su tamaño, masculina, y estaba cargada con un bonito y melódico acento, similar al de los nativos de aquella ciudad─. No voy a hacerte daño.
Amara parpadeó. Una vez. Dos. Tres veces. Pero aquella criatura no desaparecía de su vista. Sus bordes no se difuminaban, sino que parecían claros y firmes. Sus facciones, masculinas y agraciadas, seguían deformadas por la sorpresa y el desconcierto. Amara sospechó que aquel rostro era un reflejo del suyo propio.
Su mano se movió hacia el bolsillo en el que tenía guardado el móvil. Tenía que mandarle un mensaje a Mónica; le habían echado alguna mierda en la bebida, seguro. Era la única explicación posible para lo que estaba viendo, a pesar de que no había perdido de vista las copas que había tomando hasta ese momento.
Una alucinación. Tenía que ser una puta alucinación.
Amara dio otro paso hacia atrás, despacio, deslizando al mismo tiempo los dedos dentro de su bolsillo y rozando la superficie fría del teléfono, pero la criatura alada volvió a seguirla.
─ ¡Espera! Espera, por favor, no voy a hacerte daño ─dijo precipitadamente, sus palabras atropellándose, como si no estuviera acostumbrado a pronunciarlas─. Tienes mi palabra.
Amara se detuvo bruscamente. Por alguna razón, se quedó quieta, a pesar de que su cuerpo dolorosamente tenso le gritaba que hiciera todo lo contrario. Tenía que moverse. Tenía que correr… pero no sabía hacia dónde. La lógica le decía que se alejase, pero sus músculos… Sus músculos la apremiaban a ir hacia él. Hacia aquella criatura de cuento suspendida delante de ella, llenando su nariz y su boca con el regusto de la tierra, el metal y algo más, algo cítrico.
Un aroma que hacía que la sangre corriese más rápido en venas, llenado sus oídos con un zumbido estático y fuerte, pero no lo suficiente como para no escuchar la voz de la criatura.
─ ¿Qué estás haciendo aquí? Me refiero así ─explicó mirándola de arriba abajo, desde sus botines de tacón, hasta su rostro, deteniéndose un poco más en el lateral izquierdo de su cuello─, tan expuesta…
─ ¿Se supone que aquí el bicho raro soy yo?
La voz de Amara sonó grave y sorprendentemente firme. Su cuerpo temblaba, podía notarlo; el aire frío y húmedo de la noche se colaba entre la tela de su vestido, mordisqueándole la piel, pero no era eso lo que provocaba los escalofríos que recorrían su espalda. No, aquella reacción era producida por algo muy diferente, pero igual de primitivo. Algo violento que la sacudía desde dentro, desde el mismo tuétano de sus huesos.