Un Hombre cinco Estrellas

Ojos Verdes

En los casi diez años que llevaba en el cuerpo de policía de Nueva York, el detective Edward Cullen jamás había permitido que algo lo distrajera del cumplimiento de su deber. Lástima que la foto de archivo de la diseñadora Bella Swan no lo supiera.

Edward se estiró en el reducido espacio de su coche patrulla sin distintivos. Pasó un dedo sobre la granulosa fotografía en blanco y negro grapada al expediente de su caso más reciente. Esa mañana, tenía que detener al traficante de drogas con el que Bella salía. Y el hecho de que se le llenara la boca de saliva pensando en una niña bien de Manhattan con más contactos en el hampa que invitaciones para cenar, no iba a resolverle la papeleta.

Y, de todos modos, ¿desde cuándo le gustaban a él las niñas ricas? Hacía sin duda poco tiempo que la familia de Bella Swan aparecía en los anuales de sociedad, pero su padre era el modisto predilecto de todos los peces gordos del hampa neoyorquina. Y, al parecer, Bella iba a seguir los pasos de su papaíto.

Lo cual a él lo traía, naturalmente, al fresco. Edward cerró bruscamente el expediente y lo tiró al otro lado del asiento. No había duda de que llevaba demasiado tiempo siguiéndole los pasos a Garrett Gallagher, el novio de Bella. Porque, ¿qué más le daba a él que Bella Swan tuviera unos altos pómulos y unos labios carnosos que le daban el aire de una estrella de cine de los años cincuenta?. Seguramente, Bella saldría en cualquier momento del apartamento de Garrett, tras pasar con él una tórrida noche de sexo. Quizá, al toparse con aquel hecho irrefutable, Edward volvería a concentrarse en su trabajo. Y en el ascenso que le depararía la detención de Garrett.

Palpó un momento su revólver y el bolsillo en el que llevaba la placa, y se sintió aliviado por no ser uno de esos tipos que se distraían en el cumplimiento de su deber. Echando mano al tirador de la puerta, se preparó para realizar la detención clave en el desmantelamiento de la organización de tráfico de drogas del distrito de la moda. Y, cuando acabara aquel día, Edward arrinconaría la foto de Bella en un archivador, en los lúgubres sótanos de la comisaría.

Siempre y cuando no estuviera relacionada con los delitos de su novio, claro.

Se disponía a salir a la fina llovizna de fines de primavera cuando un taxi se detuvo frente al portal del edificio de apartamentos que estaba vigilando. El coche amarillo brillante le pareció una pincelada de color en medio del día gris. Instintivamente, Edward volvió a cerrar la puerta de su coche. Desde donde estaba situado, al otro lado de la calle, a unos pocos edificios de distancia, podía ver ambos lados del taxi.

El recién llegado no sería probablemente más que otro lechuguino de esos que vivían en la zona de moda del Lower West Side. Claro que la larguísima pierna de mujer que emergió del coche no parecía pertenecer a uno de aquellos tipos.

No. Aquella esbelta pantorrilla y aquella finísima rodilla estaban envueltas en un ligero velo de color rosa, como si una hábil araña hubiera tejido una tela de algodón de azúcar a su alrededor. Rematando aquella pierna suculenta enfundada en seda rosa, había un zapato fucsia que parecía más apropiado para pisar las alfombras de una alcoba que para chapotear en el pavimento encharcado de la calle Veintiocho Oeste.

Edward reconoció enseguida aquel zapato. La muñeca Barbie que le había comprado a su sobrina hacía dos años llevaba unos muy parecidos. Pero era la primera vez que veía unos zapatos tan incómodos en los pies de una… .

De una mujer de carne y hueso.

Edward tragó saliva justo en el instante en que la segunda pierna descendía hacia el asfalto. Empezó a sudar cuando una figura en forma de reloj de arena, cubierta con una gabardina, se deslizó fuera del taxi. Y se quedó boquiabierto al ver aquel pelo castaño oscuro y aquel morrito de estrella de cine que tan bien conocía.

Bella Swan había llegado.

Edward se recordó que debía respirar. Y pensar. Tenía un trabajo que hacer, maldita fuera.

Pero, por desgracia, no podía dejar de pensar en lo raro que era que la hermosa novia de Garrett Gallagher entrase en el edificio de apartamentos de este a las nueve de la mañana, en vez de salir de él. ¿Podía considerarse que, al pensar en Bella, estaba distrayéndose, o más bien que estaba Reflexionando sobre el caso?.

Maldición. Al parecer no podría librarse de Bella Swan tan fácilmente.

.

.

A Bella nunca le había gustado especialmente el forro de seda de su gabardina. Hasta que salió de un taxi con aquella prenda como una única vestimenta.

Bueno, casi, casi.

Los corchetes metálicos del liguero le arañaron ligeramente los muslos al saltar un charco, en la ca lle Veintiocho Oeste. Aquel delicioso roce le recordó que, en efecto, llevaba algo bajo la amplia gabardina de color beige. Aunque, en realidad, el corsé de encaje rosa y las braguitas a juego no podían considerarse propiamente prendas de vestir. Esa mañana, iba dispuesta a desnudarse delante de su novio, si con ello conseguía deshacerse de su imagen de niña buena. ¿Acaso su vida no se merecía una cierta dosis de aventura?. Antes de que Garrett le dijera: «esperaremos hasta la noche de bodas», haría que la mirara con algo más que con tierno afecto.

Naturalmente, Bella no tenía intención de quitarse la gabardina así, sin más. No, nada de eso. Había planeado la escena de la seducción con el mismo cuidado y la misma precisión que había puesto para pasar de ser una simple escaparatista a convertirse en una reputada diseñadora de moda. No se quitaría la gabardina hasta que le hubiera dado a su honorable novio la oportunidad de echarle un vistazo a su arma secreta: el vídeo.

Al llegar al edificio de Garrett, Bella se tocó el bolsillo para asegurarse de que la cinta seguía allí. Aquella era posiblemente la cosa más inteligente o la más absurda que había hecho en toda su vida. Pero, en cualquier caso, a partir de ese día sabría si Garrett y ella tenían algún futuro juntos. No estaba dispuesta a confiar en que la química sexual apareciera porque sí, mágicamente, en su noche de bodas.




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