La tentación de sus labios sobre los míos era tan fuerte que sentí que me iba a quebrar. La necesidad de sentirlo más, de responder al beso, me atormentaba. Pero me obligué a escuchar la voz racional, a escuchar la parte de mí que sabía que esto no podía ser. Era el momento correcto para hacer lo que siempre había evitado, para poner los frenos en una situación que iba demasiado lejos, demasiado rápido.
Tomé sus manos de mi rostro, sintiendo el calor de su piel, ese calor que siempre había anhelado, y las quité suavemente, como si cada movimiento me costara una eternidad. Me separé de él de manera cuidadosa, aunque el deseo de quedarme era mucho más grande que cualquier otra cosa en mi mente.
Él frunció el ceño, visiblemente confundido, y me miró con esos ojos, esos ojos que ahora parecían más apagados que nunca, como si la lucidez ya hubiera desaparecido completamente.
-¿Qué pasa? -me preguntó, su voz rasposa, llena de incertidumbre.
Suspiré profundamente, sintiendo el peso de la situación sobre mis hombros. No podía dejar que las emociones me dominaran. Tenía que ser firme, aunque dentro de mí todo gritaba por lo contrario. Tomé sus manos, las apreté un poco, como si eso me ayudara a seguir controlando mis propios impulsos.
-Estás borracho. Mañana no te acordarás de nada, y probablemente saldré más lastimado de lo que he estado todos estos años... Te juro que quiero, pero tampoco quiero aprovecharme de la situación -dije, mis palabras eran duras, pero necesarias. Mi corazón latía como si fuera a explotar, pero trataba de mantener la calma, de aferrarme a la racionalidad. No podía perderme en esa tormenta.
Él me miró fijamente, como si mis palabras no tuvieran sentido para él, como si no pudiera comprender por qué no lo estaba besando, por qué no estaba cediendo a sus deseos. Y eso me dolió. Duele más de lo que cualquiera podría imaginar.
-Tú lo dijiste, mañana no recordaré nada. Bésame -pidió él, con una firmeza que me sacudió.
Sabía lo que tenía que hacer. Sabía que no debía, pero mi cuerpo se adelantaba a mi mente, y mi corazón, ese maldito traidor, no dejaba de gritarme que lo hiciera, que no lo dejara ir, que este podría ser el último momento, que podría arrepentirme de no haberlo hecho.
Pero la sensatez me detuvo. Negué con la cabeza, tratando de encontrar una razón más fuerte que el impulso que me empujaba hacia él.
-Si no me besas, no te doy las llaves del auto -amenazó, su voz llena de desesperación. Mi corazón dio un salto en mi pecho, y por un momento estuve a punto de ceder, de dejarme llevar, de ignorar la voz que me advertía que todo esto iba a terminar mal.
Me acerqué lentamente, con el cuerpo tenso y la mente luchando contra sí misma, buscando cualquier excusa para detenerme. Pero él no se apartó, sus ojos fijados en los míos, buscando algo que yo no sabía cómo darle.
Uní nuevamente mis labios a los suyos, esta vez no con la incertidumbre de antes, sino con la sensación de que algo dentro de mí se había roto. Como si un muro invisible cayera y no pudiera evitarlo. Respondí al beso, y el mundo dejó de importar por un segundo. Mis manos no soltaron las suyas, como si sostenerlas fuera la única forma de no caer por completo.
Nuestros labios bailaron, sincronizados en una armonía imperfecta pero profundamente intensa. Era tan perfecto, tan indescriptible, que no quería separarme, ni por un segundo. Mi mente me gritaba que estaba haciendo lo peor, pero mi cuerpo quería más. Pensé que este podría ser mi maldito lugar, el único lugar donde me sentía completo, donde finalmente me entregaba sin reservas.
Me separé de él por falta de aire. Estaba fuera de control, pero trataba de parecer indiferente.
-Listo, tienes lo que quieres -dije como si no me importara. Mentí. Mi corazón aún seguía latiendo rápido, y mi mente estaba perdida, atrapada en la confusión del momento-. Dame las llaves, tengo frío y me puse un zapato de uno y otro de otro por salir corriendo para buscarte -me quejé, tratando de restarle importancia, aunque mi cuerpo seguía tenso.
Él bufó y, con gesto despreocupado, sacó la llave del auto de debajo del asiento.
-Gracias -dije, más por cortesía que por necesidad, soltando sus manos para abrir el auto.
Mientras conducía hacia mi casa, todo lo que había sucedido se repetía una y otra vez en mi mente, como una película que no quería ver, pero que no podía detener. Lo que había pasado no debía haberse dado, pero ya había sucedido, y ahora no podía hacer nada al respecto. ¿Lo mencionaría mañana? No, simplemente no podía. El daño ya estaba hecho.
Estacioné frente a mi casa y apagué el auto. Salí, y con esfuerzo, saqué a Anghelo del vehículo.
Mientras lo cargaba, literalmente, hacia mi cuarto, trataba de que no se durmiera. No quería que se desmayara sin saber lo que había ocurrido, sin entender lo que acabábamos de vivir.
-Nail -me llamó cuando lo dejé caer sobre la cama, mientras le sacaba los zapatos y el pantalón.
-¿Qué? -pregunté, mi voz apenas audible, tratando de no tomarme en serio lo que fuera que me fuera a decir.
-¿Me amas? -preguntó con una expresión infantil. Lo senté y le saqué la camisa, casi con la esperanza de que se callara, que dejara de hacer preguntas.
-No hagas preguntas estúpidas -me quejé, sin poder evitar la molestia que se colaba en mi voz. Mis palabras eran duras, pero mi corazón no entendía el peso de mis propios sentimientos.
"Claro que te amo, imbécil" agregué en mi mente, sin atreverme a decirlo en voz alta.
-Ve a meterte a la ducha, te buscaré algo para que mañana tu resaca no sea insoportable -dije, con la esperanza de que se calmara. Él hizo un puchero, pero no dejé que eso me afectara.
-Dime si me amas -se quejó, como un niño pequeño, y algo en su voz me desgarró por dentro.
-No me hagas perder el tiempo, Anghelo, y haz lo que te dije -me quejé, mis palabras sonando más frías de lo que realmente sentía.
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Editado: 13.05.2025