Un inocente y dulce amor (#1 Argentinas)

CAPÍTULO 1

Nunca nada había sido fácil para Facundo. Era un pobre niño que vivía en la pobreza desde que tenía uso de razón. Su familia, numerosa como muchas que vivían sumidas en la miseria, había sido desintegrada de la noche a la mañana por los del Servicio Social, quienes alertados de la condición en que vivía él junto a sus padres y sus cinco hermanos, siendo él el mayor con 11 años, fueron separados y enviados a diferentes lugares con el fin de encontrarles un lugar seguro en donde sus derechos no fueran vulnerados.

Y aunque “Facu”, como le decían sus hermanitos, era principalmente el responsable de los cinco que venían después de él, no se sentía apesadumbrado por la carga emocional ni económica que ello implicaba. Sus padres eran un par de jóvenes irresponsables y sinvergüenzas, de no más de 30 años, que dedicaban su vida a drogarse, alcoholizarse y traer hijos al mundo como si este mundo no estuviera ya sobrepoblado y en abundancia de almas pobres. Sin una pizca de humanidad ni mucho menos de cariño paternal, lo enviaban a él y a dos de sus hermanos menores a pedir limosna a los transeúntes por una conocida avenida de la capital mientras ellos dormían o caían esclavizados por sus vicios durante todo el maldito día.

Facundo amaba a sus hermanos, pero odiaba a sus padres, y si no huía de ese horrendo y húmedo lugar en donde “vivían”, allí debajo del puente, con un riachuelo fluyendo casi por sus pies, en improvisados dormitorios fabricados con restos de cartón, plástico y madera que conformaban murallas improvisadas para separar las “dependencias”, era simplemente por el amor que sentía por sus hermanos y porque en el fondo no había otro lugar a donde más ir.

No había más familia que ellos. Sus abuelos, tanto maternos como paternos, habían repudiado a sus respectivos hijos por haberse abandonado al sórdido mundo de las drogas. Y no es que no quisieran ayudarlos, lo habían intentado y muchas veces cuando aún creían que había esperanza para ellos, era simplemente que ellos no querían ser ayudados ni abandonar esa vida. No le trabajaban un día a nadie, para eso estaban sus hijos, y vivían felices disfrutando de lo que provocaba en ellos el estar bajo los efectos de los narcóticos y el licor embriagante.

Si él decidía emprender el vuelo y abandonar su “hogar”, sabía que a sus padres les daría lo mismo su ausencia y en su lugar, enviarían a sus hermanas a efectuar el trabajo que él había estado haciendo desde los 4 años, primero en compañía de sus padres hasta haberlo entrenado bien para el “trabajo”, y luego en compañía de sus otros dos hermanos varones, y eso no podía permitirlo. Esa clase de vida no era la que quería para sus pequeñas hermanitas.

Desde muy pequeño estuvo expuesto a las calles y al mundo junto a su maldad y desenfreno como para dejar que ellas cayeran en la misma espiral de mala vida en que sus padres lo habían sumido a él y a sus dos hermanos varones. Sabía que serían presas de los cientos de depravados con los que diariamente se topaba en la calle mientras pedía dinero y que muchas veces le solicitaban “favores” a cambio de unas míseras monedas.

El pobre había sido víctima en algunas ocasiones de dichos abusos, todo por sus hermanos, porque si llegaba a “casa” sin el monto mínimo que sus padres les exigían diariamente, éstos se desquitaban no solo con él, sino que cargaban además, con todo el resto de sus hermanos, sin distinción, para que ellos aprendieran la lección y no osaran llegar nuevamente sin lo estipulado. De lo que Facundo y los otros dos trajeran a casa dependía su abastecimiento diario de drogas y alcohol.

Facundo no solo debía encargarse de cubrir la cuota impuesta para los vicios, sino que también debía conseguir juntar algunas monedas aparte para obtener algo de comida, que generalmente alcanzaba para una diaria si tenían suerte. En el barrio por donde usualmente se les veía transitar había uno que otro almacén que, al saber la suerte de los pequeños, la caridad hacia su situación les hacía apiadarse de ellos y a veces les donaban algunas verduras o un poco de pan. Quizás fuera uno de aquellos vecinos el que hizo la denuncia respecto a lo que estaba sucediendo con su familia.

Por eso cuando Servicios Sociales apareció aquella fría mañana de mayo y se llevó a sus hermanos, y de paso la policía se llevó a sus intoxicados padres mientras él veía toda la escena desde arriba del puente del que, hasta hacía un par de horas atrás, había sido el único hogar que había conocido, no le sorprendió. Y lejos de sufrir o correr para “rescatar” a sus hermanos, estaba feliz, no porque al fin dejaba de sentirse responsable de ellos, sino porque sabía que al menos los del Servicio Social se harían cargo de los niños y les proporcionarían lo mínimo y decente para vivir un día más. Puede que hasta les encontraran un nuevo hogar. No le importaba su propio futuro ni su destino, ya velaría él por sí mismo. Solo quería el bienestar de sus amados hermanos sin perder su propia libertad en el camino.

Por sus padres no sintió nada salvo el alivio de no tener que verles la cara un día más. El yugo de ellos, junto a su sinvergüenzura, al fin habían quedado atrás. No más vivir debajo de un puente, no más humedad, no más hambre, no más frío, no más abusos de pervertidos a cambio de dinero ni golpes por no llevar a casa sustento. El único dolor que había experimentado había sido el de no haberse podido despedir de sus pequeños, que más que hermanos, los sentía como sus propios hijos. Aun así, un sentimiento liberador se había implantado en su alma y se sentía dichoso por ello.

No sabía cómo le haría para enfrentar el día de mañana. Sería sin duda un reto, pero un reto que tomaría con la cabeza en alto, libre de ataduras ni más responsabilidad que para con él mismo.



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En el texto hay: amor juvenil, romance, drama

Editado: 22.04.2021

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