Me despertó un trueno.
Fuerte. Sordo.
Uno de esos que parece partir el cielo en dos.
Tardé unos segundos en entender dónde estaba. La habitación estaba a oscuras, solo iluminada por el parpadeo lejano de un relámpago. Me había quedado dormida llorando, abrazada a esa nota...
"La luz que brilla después de la tormenta."
Y justo entonces lo escuché.
Un sonido agudo.
Un llanto.
¿Un... bebé?
Me incorporé de golpe.
El corazón me golpeaba el pecho.
Volví a escucharlo.
Más fuerte. Más claro.
Venía... de la puerta.
Caminé temblando, no sabía si por miedo o por algo más profundo.
Abrí la puerta con cautela.
Y allí estaba.
Envuelta en una pequeña sabana lila.
Un bebé.
Una niña.
Tan diminuta que parecía una flor cerrada.
No había nota.
Nada.
Solo un pequeño collar alrededor de su cuello.
Un colgante en forma de sol.
Estaba sola, llorando bajo la lluvia, con los puñitos cerrados y el rostro arrugado por el frío y el miedo.
Me agaché con cuidado, sin dejar de mirarla.
—Hola... —dije apenas en un susurro.
Estaba por tocarla, cuando un trueno rugió tan fuerte que me hizo saltar.
La bebé también se asustó y su llanto se volvió más desesperado.
Sin pensarlo, la tomé en mis brazos.
Tan liviana. Tan frágil.
Tan... sola.
La metí rápido a la casa, cerrando la puerta con el pie.
Busqué una manta, algo seco, mientras ella seguía llorando.
No sabía qué hacer. Estaba tan nerviosa.
Hasta que una melodía se formó en mi garganta, como un recuerdo que volvía a casa.
Comencé a cantarla, bajito.
Como lo hacía mamá.
—Pequeño rayito de sol,
no temas a la noche, mi amor.
Cierra tus ojos, sueña mejor,
que aquí te cuido yo con todo mi corazón...
Y de pronto...
el llanto cesó.
Me quedé mirándola.
Sus ojitos se fueron cerrando poco a poco.
Y por un segundo, sentí algo que no había sentido en años:
Calma.
Calor.
La abracé contra mi pecho.
Y una lágrima más cayó.
***
El llanto me despertó.
Primero fue un sonido bajito, como un susurro lastimero... luego fue creciendo hasta que la casa entera pareció llenarse con él.
Abrí los ojos y sentí el cuello adolorido. Me había quedado dormida sentada en el sofá, con la bebé en brazos.
—Shh, tranquila... —susurré con voz ronca—. Ya estoy aquí, ya, bebe...
La cargué, la mecí, le canté bajito esa misma nana de anoche. Pero no... esta vez no funcionó.
Lloraba más fuerte. Su carita se arrugaba con dolor.
Parecía que... algo no estaba bien.
Me puse nerviosa. Comencé a caminar por la sala como si eso fuera a calmarla. Le hablé suave, le acaricié la cabeza, pero nada funcionaba.
Y entonces, tocaron la puerta.
Fuerte. Decidido.
Tres golpes.
Me sobresalté.
Con la bebé aún en brazos, fui a abrir. Y allí estaba:
Alto.
Cabello castaño revuelto.
Ojos verdes como los de un bosque recién mojado.
Una chaqueta azul oscuro, una expresión preocupada... y esa sonrisa de lado que casi me hizo olvidar cómo se respira.
—Buenos días... disculpe —dijo con voz cálida—. ¿Su bebé se encuentra bien? La escuché llorar muy fuerte...
Tardé unos segundos en responder.
—Hola... buenos días... sí, o bueno, no sé. Ella... ella no para de llorar.
—¿Puedo...? Soy médico —dijo de inmediato, acercándose con cuidado.
—¿Médico?
Asentí y lo dejé pasar. Lo vi acercarse a la pequeña con una ternura que me desarmó. Sus manos eran firmes pero suaves, la revisaba con delicadeza, hablándole bajito como si supiera exactamente lo que hacía.
—Parece todo bien por fuera, pero habría que hacerle unos exámenes para estar seguros —dijo al cabo de un rato—. ¿Cuándo fue su última comida?
Me quedé en blanco.
El mundo se detuvo por un segundo.
—Yo... no lo sé —admití en un susurro.
Me sentí tan culpable.
Tan rota.
Él me miró. Pero no con juicio. No con dureza.
Me miró como si entendiera todo.
—¿Puedo preguntar su nombre? —dijo con voz suave.
—Camil —respondí sin pensarlo.
Él parpadeó.
—¿Camil... Ramos?
Lo miré, sorprendida.
—¿Cómo... sabes?
Y entonces, sonrió.
Una sonrisa tan familiar que dolía.
—Soy yo... Enrico. Enrico Costa.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Enrico? —repetí en voz baja.
No podía ser. Ese niño de braquets y pecas...
Ese mejor amigo de mi infancia...
Ahora era un hombre que parecía salido de una revista.
Y estaba aquí. En mi sala. Con esa niña en brazos.
Y esa sonrisa que me arrancaba el aire.
—Wow... —dije sin darme cuenta.
Él soltó una pequeña risa.
—Sí, cambian los años, ¿no?
Me llevé una mano al pecho.
Sentía todo... tan rápido. Tan confuso.
—Necesitamos conseguir leche para ella. ¿Puedo ayudarte?
Solo pude asentir.
Era como si él trajera consigo un poco de sol.
Y yo... llevaba tanto tiempo en tormenta.
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Editado: 22.04.2025