Un Latido En Pausa

El peso del sol.

El silencio que vino después del beso fue tan profundo que me dejó temblando por dentro. Sentía mi corazón golpearme el pecho como si quisiera salir, como si supiera algo que yo aún no alcanzaba a entender.

Enrico pareció a punto de decir algo. Su voz apenas se alzó, un "Camil..." que llevaba tantas intenciones dentro. Pero justo entonces, su celular sonó. Un tono agudo, molesto, inoportuno. Sentí cómo ese ruido rompía el momento como una bofetada de realidad.

—Dame un segundo —murmuró, apretando los labios. Lo vi luchar contra la frustración, y eso me dolió más de lo que esperaba.

Asentí, limpiándome las lágrimas con la manga casi por reflejo. Él salió del cuarto, y en ese instante, como si sintiera la ruptura, la bebé empezó a llorar.

No un llanto suave o incómodo. No. Fue un llanto fuerte, desbordado, como si algo se rompiera dentro de ella también.

Corrí hacia la cuna y la tomé entre mis brazos, tratando de calmarla. La acuné, le susurré al oído, la balanceé despacio... pero nada funcionaba. Seguía llorando, con una desesperación que me atravesaba como cuchillas.

Enrico regresó justo en ese momento, guardando el celular en el bolsillo.

—¿Está bien? —preguntó, con el rostro lleno de preocupación.

—No sé... —dije, sintiéndome más frágil de lo que había estado en semanas—. No sé qué hacer.

—Déjame ayudarte.

Nos sentamos en el borde de la cama. Él tomó una manta pequeña de la cómoda y me la pasó. La acomodé sobre mis piernas para envolverla mejor, buscando darle algo de contención, aunque yo misma no la tuviera.

La mirábamos juntos, como si quisiéramos descifrar qué escondía ese llanto, qué nos estaba diciendo.

Y entonces hablé.

Ni siquiera lo planeé. Las palabras simplemente salieron, como si algo dentro de mí ya no pudiera sostener tanto.

—Ella... no es mi hija —susurré, sin atreverme a mirarlo—. La encontré frente a la casa... envuelta en una sábana lila. No tenía nota... solo esto.

Me incliné hacia la mesita de noche, abrí el cajón con manos temblorosas, y saqué la cadenita dorada con el pequeño dije de sol. Se la pasé. Enrico la sostuvo entre sus dedos con cuidado, como si pesara más de lo que parecía.

—¿No había nada más?

Negué con la cabeza. Luego, recordé lo otro.

—Solo... esta nota.

Saqué el pequeño papel arrugado de mi bolsillo. Lo había leído tantas veces que me lo sabía de memoria, pero igual se lo pasé. Lo observé mientras lo leía en voz baja:

"Sé que esto no es justo, pero no tengo otra opción. Esta niña merece amor, merece un hogar. No tengo a dónde ir, ni cómo salvarla. Si estás leyendo esto... confío en que eres mejor que yo."

Y ahí estuvo otra vez. Ese silencio. El que viene cuando la verdad se queda flotando en el aire.

Cuando levantó la vista hacia mí, no vi juicio. No vi dudas. Solo algo suave en sus ojos. Algo entre admiración y ternura, y eso casi me derrumba otra vez.

—¿Y por qué no lo dijiste antes?

Tragué saliva.

—Porque aún no entiendo qué está pasando. Todo esto... la casa, mis padres, los planes que tenía... siento que mi vida explotó. Y ahora ella. No puedo abandonarla, pero tampoco sé si puedo con todo esto. No sé si puedo ser lo que ella necesita.

Entonces él se inclinó y apoyó su frente contra la mía, con la bebé entre nosotros, como un puente.

—No tienes que hacerlo sola.

Cerré los ojos. Me dejé envolver por esas palabras. Porque aunque no cambiaran el caos en mi cabeza, aunque no resolvieran nada en ese instante... me dieron un respiro.

Y a veces, un respiro es todo lo que uno necesita para no hundirse.

***

La mañana llegó con una paz que no había sentido en semanas.

Abrí los ojos despacio, sintiendo el calorcito del cuerpo de la bebé a mi lado. Dormía profundamente, con sus manitas cerradas sobre el pecho, como si todo estuviera bien en su pequeño mundo. Afuera, la luz del sol se filtraba por las cortinas, y el olor a pan tostado y café flotaba en el aire. Por un segundo, me sentí... segura.

Me incorporé con cuidado, la tomé en brazos y caminé descalza hasta la cocina.

Ahí estaba Enrico, de espaldas, moviendo algo en una sartén mientras tarareaba una melodía bajita. Llevaba una camiseta gris ajustada que le marcaba los hombros y un pantalón oscuro. Me quedé un segundo de más viéndolo. Nada en mi vida se parecía a eso. Y sin embargo, se sentía tan... bien.

—Buenos días —dijo él al voltearse y sonreírme.

—Buenos días... —respondí, sin poder evitar sonreír también.

Se acercó y acarició con ternura la mejilla de la bebé, que seguía dormida.

—Tengo que irme a la clínica, pero te dejé todo listo. Hay jugo, pan, queso... lo que quieras. Y la dirección del pediatra está sobre la mesa por si necesitas algo.

—Gracias, Enrico —le dije, con más emoción de la que quería mostrar.

Él solo me guiñó un ojo y se fue, dejando la puerta entreabierta, como si supiera que no me gustaba sentirme encerrada.

Desayuné tranquila, jugando con los deditos de la niña mientras pensaba en lo surrealista que todo se sentía. Justo entonces, sonó mi teléfono.

—¿Camil Pérez?

—Sí, con ella.

—Le hablo de la inmobiliaria, tengo una pareja interesada en visitar la propiedad que dejó registrada. ¿Tiene disponibilidad hoy?

Me quedé en silencio un momento. Miré a la bebé, luego al comedor en el que estaba sentada... y todo me pareció un poco ajeno.

—Sí —respondí al fin—. Podemos vernos hoy en la tarde.

Horas más tarde, con la niña en brazos y el corazón a mil, me paré frente a la vieja casa de mis padres. La fachada estaba cuidada, pero aún así, todo en ella me hablaba de lo que fue. Cada rincón, cada grieta en las paredes, tenía una historia que me apretaba el pecho.

Recibí a la pareja con una sonrisa. Fueron amables, entusiastas, preguntaban detalles, imaginaban su vida allí. Y yo respondí todo con la educación que aprendí en esa misma casa. Pero por dentro, algo se me rompía con cada paso que dábamos.




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