Un Latido En Pausa

Algo que no quieren nombrar.

Era sábado. El sol estaba alto, la brisa suave, y la ciudad tenía ese aire de pausa perfecta, como si el mundo hubiese decidido ir más lento solo para nosotros tres. Llevaba a la bebé en el cochecito pequeño que habíamos comprado hace unos días para poder salir a pasear. Dormía profundamente, con esa paz que solo tienen los bebés. Enrico caminaba a mi lado, relajado, con una sonrisa que se le escapaba cada vez que me miraba. Esa sonrisa... me estaba empezando a doler de tan bonita.

Habíamos decidido almorzar en una terraza del centro, de esas con sombrillas grandes y manteles a cuadros, solo para disfrutar el día. Sentía que todo, por una vez, estaba en su lugar.

—Voy por el ticket del estacionamiento, ¿vas adelantándote a buscar una mesa? —me dijo, deteniéndose frente al restaurante.

Asentí. Él se fue y yo avancé, empujando el cochecito con suavidad. La bebé ni se inmutó. Y entonces, apareció un mesero. Joven, con una sonrisa encantadora y ese tipo de actitud que uno detecta a kilómetros.

—Wow... no sabía que hoy venían los ángeles al restaurante —me soltó con un guiño descarado.

Me reí, más por la sorpresa que por otra cosa.

—Solo necesito una mesa, por favor... lejos de los comerciales.

—¿Y será solo para ti y esta pequeña estrella? —dijo mirando a la bebé—. ¿O hay alguien más que me vaya a romper el corazón por estar contigo? ¿Es real o te sacaron de un comercial de pañales de lujo?

Antes de que pudiera responder, escuché una voz detrás de mí:

—Amor, ¿ya pediste?

Me giré como por reflejo. ¿Qué? ¿Qué acababa de decir? ¿Amor?

Y entonces, él se acercó. Me dio un beso. Un roce lento, breve, pero suficiente como para que mi cerebro colapsara por completo. Me quedé en modo estatua. Sentía que incluso la bebé dejó de respirar por un segundo.

—¿Ya pediste, mi amor? —repitió Enrico como si fuera lo más natural del mundo.

—Eh... —tartamudeé, en shock total. ¿Qué demonios acababa de pasar?

Y justo entonces, como si tuviera un sentido del humor cósmico, la bebé soltó un leve llanto.

—Princesa, ¿ya estás despierta? —dijo Enrico, tomándola en brazos con esa ternura suya que ya me estaba volviendo adicta—. Ven aquí, mi amor. ¿Cómo dormiste, eh?

Yo todavía no reaccionaba del todo. Entre el beso, el "mi amor" y su voz suave hablándole a la bebé, mi corazón estaba haciendo piruetas.

El mesero se aclaró la garganta, incómodo. Casi que me dio pena por él.

—Eh... bueno, les traigo la carta —dijo, medio torpe, y se alejó.

—Gracias —respondió Enrico, ya sentado con la bebé dormida otra vez en sus brazos. Y con esa sonrisita de satisfacción que me dieron ganas de empujarle con la carta en la cara.

Cuando el mesero se alejó, por fin me salieron las palabras:

—¿Amor? ¿En serio?

—Tenía que hacer algo. Estaba a un piropo más de preguntarte tu horóscopo —dijo él, como si nada, sirviéndose agua.

—¡Fue solo amable!

—¿Amable? Le faltó proponerte matrimonio.

Me reí. No pude evitarlo. Lo miré con esa mezcla de diversión y ganas de besarlo otra vez.

—No puedo creer que hicieras eso...

—Pues créelo. Nadie se mete con mis chicas —respondió, acariciando la cabecita de la bebé—. Menos con esta familia.

"Familia." La palabra me golpeó como un eco que se queda dando vueltas en el pecho. Tragué saliva. Familia. ¿Eso éramos?

—¿Y eso justifica que me besaras así?

—¿Así cómo? Si fue un besito de nada —dijo, con esa sonrisa pícara que me desarma cada vez.

Lo fulminé con la mirada, aunque por dentro, las mariposas estaban de fiesta.

La bebé volvió a hacer un ruidito suave. Enrico la abrazó más fuerte, instintivamente.

—Vamos a pedir algo delicioso, ¿te parece, princesa?

Me mordí el labio para no soltar la carcajada que tenía atrapada en la garganta. Estaba perdida. Lo sabía. Pero lo peor —o lo mejor— de todo... es que me encantaba.

***
La comida llegó poco después, pero esa extraña electricidad en el aire seguía flotando entre nosotros. No hablábamos mucho. No hacía falta. Sus ojos, sus gestos, incluso el modo en que cortaba la carne, decían más de lo que cualquier palabra podía articular. Yo, en cambio, no podía dejar de pensar en ese "amor"... y en ese beso que todavía sentía, como un eco cálido en mis labios.

Lo observé mientras comía, levantando una ceja y jugueteando con el tenedor como si fuera un arma improvisada. No sabía si quería seguir provocándolo o si solo necesitaba distraerme del huracán emocional que me había soltado sin aviso.

—Así que... ¿cómo va la clínica? —pregunté, rompiendo el silencio.

Me miró de reojo, con esa sonrisa suya que tenía el descaro de desarmarme.

—Bien, cada día llegan nuevos pacientes.

—Me alegra muchísimo. Eres un médico increíble.

—Gracias, amor mío —dijo de lo más tranquilo, como si no acabara de lanzarme una bomba emocional.

Y me miró con una risita que me dio un infarto pequeñito. Mini, pero letal.

—Fue una estrategia —dijo él, sin el menor pudor—. Una intervención romántica de emergencia.

Yo lo miré entre atónita y fascinada. ¿Quién se atrevía a decir esas cosas con tanta seguridad y quedar bien? Pues él. Enrico.

—¿Romántica? ¡Casi lo matas con la mirada! —solté, sin poder evitar la risa—. Pensé que ibas a retarlo a duelo con la servilleta.

—Estuvo cerca —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero te vi sonreírle. Y ese tipo tenía demasiada confianza para mi gusto.

—¡Porque fue amable!

—¿Amable o con intenciones de robarme a mi chica?

Y ahí... me atraganté con el jugo. Literalmente.

—¿Tu qué?

—Mi chica. Mi... lo que sea que no quiero que otro intente conquistar —agregó, bajando la voz, con una seguridad tan honesta que me hizo derretirme por dentro. Como mantequilla al sol. Qué asco, Camil, poética y tonta.

Bajé la mirada. El corazón me latía como tambor tribal. Cuando lo volví a mirar, lo hice con toda la dulzura que no sabía que tenía.




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