El sol se colaba tibio por las ventanas de la cocina, pintando de luz suave el desorden dulce del desayuno. Enrico y yo comíamos en silencio, pero era de esos silencios cómodos, donde no hace falta decir nada porque todo ya se dijo la noche anterior. La bebé balbuceaba en su sillita, feliz con sus deditos en su boca, y yo... yo me sentía llena. Llena de algo nuevo. De algo bueno.
Lo miré por encima de mi taza de café. Tenía el cabello algo revuelto, la camisa arrugada por la prisa y aún así, no había visto nada más hermoso. Se me apretó el pecho.
—Quiero buscar un abogado —dije con decisión—. Alguien que nos ayude con los trámites para adoptar a la bebé.
Enrico levantó la mirada y sonrió. Esa sonrisa suya... mezcla de ternura, sorpresa y orgullo. Una sonrisa que me envolvía.
—Conozco a alguien —respondió—. Un viejo amigo... buena persona, discreto y muy eficiente. Puedo llamarlo hoy mismo y agendar una cita.
—¿De verdad? —pregunté, sintiendo que algo se encendía dentro de mí.
—De verdad —dijo, tomándome la mano—. Vamos a hacerlo juntos.
Lo miré. Nos miramos. Y en ese instante, sentí que todo valía la pena. Que cada caída, cada herida, me había traído justo a este momento. A esta mesa. A él.
La bebé se quejó con un pequeño llanto, pidiendo atención como si supiera que nos estábamos mirando demasiado, y ambos reímos al mismo tiempo. Nuestra risa llenó la cocina como si fuera música.
Enrico se levantó para ir al hospital. Se puso la chaqueta, revisó su teléfono como siempre, pero esta vez, antes de irse, se acercó a mí con una lentitud que me puso la piel de gallina. Me rodeó la cintura con sus brazos y me besó.
Y no fue un beso cualquiera.
Mis manos fueron a su cuello sin pensarlo. El beso se volvió profundo, dulce y hambriento a la vez. Había deseo, sí, pero también promesas. De esas que no se dicen con palabras.
Sus manos me apretaron más contra él, como si quisiera memorizar mi cuerpo entero, y sentí que se me doblaban las rodillas justo cuando me alzó con esa fuerza suya que me hacía olvidar todo lo que alguna vez temí. Me sentó sobre la barra de la cocina y su boca no dejó la mía ni un segundo. Mis dedos se enredaron en su cabello, sus manos viajaron a mi espalda, a mi cuello, y yo solo quería fundirme ahí. En él.
Era como si por un momento todo el mundo desapareciera... y solo quedáramos nosotros.
Pero entonces, como si el universo tuviera su propio sentido del humor, el leve llanto de la bebé rompió el hechizo.
Nos quedamos inmóviles, con la respiración agitada, los labios aún rozándose. Nos miramos... y sonreímos.
—Definitivamente tiene el mejor timing —murmuré con una risa entrecortada, bajando de la barra con los pies aún temblorosos.
Él me acarició la mejilla con una suavidad que me hizo cerrar los ojos un segundo.
—Nos vemos esta noche —me dijo.
—Te esperamos —respondí, y esa palabra, esperamos, sonó tan natural, tan mía, que por un momento sentí que ya no estaba sola nunca más.
Cuando se fue, la casa quedó en calma. La bebé dormía su siesta, y yo recogía los platos con una sonrisa boba todavía en los labios.
Entonces sonó el teléfono.
—¿Señorita Camil? —dijo una voz al otro lado—. Llamamos de la inmobiliaria. La pareja que visitó la casa está interesada. Están dispuestos a pagar la cantidad publicada sin regateos. ¿Desea proceder con la venta?
Me quedé en silencio. Mis ojos volaron al cuarto donde dormía la bebé.
Pensé en Enrico. En su manera de decir "nuestra princesa". En cómo me abrazaba cuando yo temblaba por dentro. En cómo me hacía reír cuando no me quedaban ganas.
Suspiré.
—Sí... quiero venderla.
—Perfecto. ¿Podemos enviarle el contrato para la firma?
—Sí. Gracias.
Colgué despacio. No sabía si era tristeza o alivio, pero una lágrima rodó por mi mejilla. No dolía. Era otra cosa. Una mezcla de nostalgia y libertad.
Me acerqué al cuarto, acaricié la cabecita de la bebé con la punta de los dedos.
—Aún es la casa de mis padres... pero los recuerdos... los recuerdos están aquí —susurré, llevándome la mano al pecho—. Quiero empezar de nuevo. Quiero que tú, Enrico y yo hagamos nuestros propios recuerdos. En un hogar donde nadie más haya vivido antes. Un lugar solo para nosotros.
Ella hizo un ruidito dormida y volvió a acomodarse, tranquila.
Yo sonreí.
Estaba lista para empezar otra historia.
La casa olía a especias, a algo horneado con amor... y a ese toque de nervios bonitos que se siente cuando esperas a alguien que te importa demasiado. Había limpiado todo como si al ordenar cada rincón pudiera también organizar mi corazón. Preparé la mesa con velas, copas de vino y una comida que aprendí a hacer con la bebé en brazos y una cuchara en la otra. Todo era un caos perfecto, como yo, como nosotros.
Cuando Enrico abrió la puerta, se detuvo en seco. Sus ojos se pasearon por la sala iluminada con luz cálida, la música suave de fondo, el aroma envolvente... y luego, me miró. Con ese brillo en los ojos que me hacía sentir más hermosa que cualquier espejo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó, con esa sonrisa curiosa que me encanta.
—Una pequeña celebración —respondí, mordiéndome el labio sin poder contener la emoción—. Vendí la casa.
Sus ojos se abrieron, sorprendido.
—¿De verdad?
—Sí... Me costó. Fue como cerrar una puerta que llevaba muchos años abierta. Pero quiero abrir otra. Una nueva. Donde tú y ella —dije, señalando la cuna— y yo... podamos hacer nuestros propios recuerdos.
No dijo nada al principio. Solo se acercó y me abrazó. Me sostuvo como si en ese gesto pudiera protegerme del mundo entero. Y luego me miró a los ojos... y me besó.
Dios... ese beso.
Me perdí en su boca, en su sabor, en ese calor que solo él puede despertar en mí. Sentí cómo sus manos buscaban mi cintura, cómo se deslizaban bajo mi camisa, y un escalofrío delicioso me recorrió la espalda. Mis manos fueron a su chaqueta y la dejé caer al suelo. Empecé a desabotonar su camisa, uno por uno, con una paciencia temblorosa, como si cada botón fuese un paso más hacia algo inevitable.
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Editado: 22.04.2025