Un Latido En Pausa

No podía fallarle a mi hija.

La mañana amaneció tibia, con una brisa que se colaba por las cortinas como si no supiera que el día había empezado distinto. No era el clima. Era yo.

Me sentía... extraña. Inquieta. Como si algo dentro de mí se hubiera torcido durante la noche y aún no supiera cómo volver a su lugar.

Me vestí en silencio, cargué a Sol con cuidado, le dejé un beso suave en la frente y busqué su mantita favorita. Enrico estaba en la cocina, con una taza de café entre las manos. Me miró, pero yo no le sostuve la mirada.

—¿Vas a salir? —preguntó, con esa voz que conocía demasiado bien.

Asentí sin decir mucho.

—Camil, espera un segundo, quería hablarte de...

—Luego, Enrico. Nos vemos más tarde —lo corté, sin siquiera pensarlo, mientras abría la puerta.

Él se quedó con las palabras a medio salir. Yo también. Pero ya era tarde.

No miré atrás.

Caminé sin rumbo por calles que no conocía del todo, empujando el cochecito de Sol mientras mis pensamientos me perseguían como sombras que no quería ver. Todo el amor del mundo no me iba a alcanzar si no tenía cómo sostener a mi hija. Esa idea me mordía por dentro.

No puedo depender de Enrico, me repetía una y otra vez. No porque él no estuviera, sino porque yo necesitaba estar para Sol. Necesitaba saber que si mañana todo cambiaba, si el destino volvía a empujarme al borde, yo tendría una base, un lugar, algo mío.

La bebé dormía plácida, ajena a mis tormentas, y yo la miraba sintiendo que debía ser más. Más fuerte. Más capaz. Más presente.

No puedo seguir así.

No solo por mí. Por ella.

Ella merecía estabilidad, seguridad, una madre que pudiera mirarla a los ojos y prometerle un futuro... y cumplirlo. No bastaba con abrazarla fuerte. No bastaba con amar.

Necesitaba trabajar.

Necesitaba recuperar mi lugar en el mundo.

El almuerzo fue en una esquina discreta, un restaurante pequeño con manteles de cuadros y olor a pan recién horneado. Sol dormía en su cochecito y yo comía en silencio, mirando por la ventana como si el mundo pudiera darme respuestas entre el humo de los autos y el bullicio de la calle.

El teléfono sonó tres veces. Enrico.
No contesté.

No era enojo. Era... necesidad. Necesitaba pensar sin que su voz me ablandara, sin que su mirada me hiciera olvidar que yo también tenía que cuidar de mí.
De nosotras.

Después del almuerzo, caminé sin rumbo, hasta que empecé a fijarme en pequeños letreros pegados en vidrieras: "Se busca ayudante", "Buscamos personal", "Vacante disponible".
No iba a entrar, no con Sol en brazos.
No la iba a exponer a nada.

Solo observaba, tomaba nota mental, imaginaba escenarios.
¿Podía trabajar medio tiempo? ¿Desde casa? ¿Quién cuidaría de Sol? ¿Podía permitirse soñar otra vez?

El día se me escapó entre pensamientos y pasos. Cuando el aire comenzó a enfriarse y el cielo tomó un color gris profundo, supe que debía volver.
No iba a permitir que Sol pasara frío. Ella no.

Al llegar a casa, subí a nuestro cuarto sin buscarlo a él.
Le di un baño tibio a Sol, le puse su pijamita con conejitos, le canté una canción casi sin voz, y cuando la vi cerrar los ojitos, sentí que al menos ahí, en ese momento, estaba haciendo algo bien.

Después me metí en la ducha, dejando que el agua se llevara parte de la culpa, la angustia, el miedo... aunque no toda. Me puse una camisa grande, cómoda, y me senté frente al computador. Había que buscar opciones, intentar.
Tenía que encontrar una forma de salir adelante.
No podía fallarle a mi hija.
No podía fallarme a mí.

Fue entonces cuando escuché los golpecitos en la puerta.

Suaves. Repetidos.

Pero no me giré.

No estaba molesta con Enrico.
Solo necesitaba un momento.
Un respiro.

Porque no sabía si mi corazón podría con otra pérdida.
Y perderlo a él...
no estaba segura de poder soportarlo.

No abrí la puerta.

No porque quisiera alejarlo, sino porque necesitaba ese silencio. Ese espacio que a veces se vuelve urgente cuando el corazón está lleno de preguntas.

Escuché sus pasos quedarse del otro lado. Esperé.
Nada.
Después, los pasos se alejaron con suavidad.

La noche cayó y yo seguía frente a la computadora.
Busqué páginas de empleos, trabajos remotos, ideas para emprender desde casa.
Consulté artículos sobre conciliación entre maternidad y vida profesional.
Todo parecía complejo, desordenado, incierto.

Pero Sol merecía más que mis dudas.

Pasé horas leyendo, saltando de ventana en ventana, perdiéndome entre opciones que no me convencían.
Quería sentir que podía hacerlo, que no dependía solo de Enrico.
Que si un día todo cambiaba, yo seguiría de pie por ella.

Y en algún momento, sin darme cuenta, el cuerpo me traicionó.
Me rendí al cansancio.
Me dormí con la cara apoyada en el brazo y la computadora aún encendida.

Fue el llanto de Sol lo que me despertó.

Al principio creí que era un eco en mi cabeza, pero luego el sonido claro, urgente, real me sacudió. Me levanté casi tambaleando, con el corazón latiendo fuerte.

Mi niña.

Mi mundo.

No podía fallarle.

***

Bajé con Sol en brazos, ya más calmada después de la noche agitada. La senté en su sillita y comencé a preparar el desayuno. Pan tostado, huevos revueltos, café fuerte. Nada del otro mundo, pero algo que me mantuviera en movimiento, enfocada.

Escuché los pasos de Enrico bajando por las escaleras. No levanté la mirada.

—Buenos días —dijo él, con voz suave.

—Buenos días —respondí tranquila, sin dejar de mover los huevos en la sartén.

Se sentó a la mesa y sirvió café para ambos. Nos mantuvimos en silencio por unos segundos, hasta que Sol hizo un ruidito gracioso y los dos sonreímos. La ternura de ella era el único puente en medio de lo que estábamos evitando decir.




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