Un Latido En Pausa

Todo lo que quiero.

La oficina de Enrico era cálida, ordenada, llena de libros y carpetas, pero con ese aroma suyo que me hacía sentir... en casa.
Sol estaba en su coche, sentada con su elefante favorito en las manos, dándole golpecitos con sus deditos regordetes y sonriendo cada tanto, feliz de estar con nosotros.
Enrico cerró la puerta y se giró hacia mí.

—¿Entonces te dieron el trabajo? —preguntó, aunque ya lo sabía. Sus ojos brillaban.

Asentí, sin poder borrar la sonrisa.

—Sí. Empiezo mañana. Es una editorial pequeña, pero tienen buena proyección. Hay una salita para los hijos de los empleados, vi todo... está bien organizada, limpia, segura. Voy a poder ver a Sol todo el tiempo.

Él se acercó y me tomó de las manos.

—Camil... —su voz era baja, cálida—. Quiero que sepas que me siento orgulloso de vos. En serio. No quiero que pienses que intento cortarte las alas, ni atarte. Solo...

—¿Solo qué?

—Solo quiero que tengas presente que me tenés a mí. Que no estás sola. Que no tienen que luchar solas.

Sus palabras me atravesaron. Su forma de mirar, de hablarme como si yo fuera la cosa más valiosa del mundo...
Me hizo doler el pecho.

—Yo lo sé —susurré—. Pero necesito hacerlo. No solo por Sol... también por mí.
—Y está bien —dijo, acariciándome la mejilla—. Solo no quiero que te olvides de que si alguna vez sentís que no podés más, estoy acá. Siempre.

Nos miramos en silencio, con Sol balbuceando cosas sin sentido a unos metros de nosotros.
Y entonces... no hizo falta decir nada más.
Nuestros labios se buscaron. Se encontraron.

Fue un beso suave, al principio.
Luego más profundo. Necesitado.
De esos que nacen del pecho y terminan temblándote en las piernas.
Sus manos en mi cintura, las mías enredadas en su nuca...

—Camil... —murmuró contra mi boca—. Te juro que no hay un solo día que no agradezca haberte encontrado.

No le respondí. Solo lo besé más fuerte, con los ojos cerrados y el corazón latiéndome en todo el cuerpo.

Y entonces...
Riiiiiiing.

El teléfono de la oficina sonó.
Nos separamos de golpe, jadeando, con las mejillas encendidas y Sol mirándonos como si acabara de presenciar una película romántica.

—Siempre pasa —dije entre risas, arreglándome el cabello.
Enrico maldijo por lo bajo y atendió con cara de frustración.
Yo lo miré desde el sofá, abrazando a Sol en mi regazo.

—Tengo que volver al trabajo —dijo Enrico con una sonrisa resignada, mirándome como si no quisiera moverse de ese lugar jamás.

Asentí y me incliné para colocar a Sol en su coche. Ella balbuceó algo entre sueños, todavía abrazada a su elefante, ajena a todo el torbellino que había pasado en esa oficina.

Enrico se agachó y besó con ternura la frente de nuestra hija.
—Te amo, pequeña —susurró, como si ella ya pudiera entender.
Después, se enderezó, me miró y me besó.

Un beso corto.
De esos que se dan cuando uno tiene que irse, pero no quiere.
Solo que cuando se empezó a alejar, lo tomé de la camisa y lo atraje de nuevo.

Nuestros labios se encontraron otra vez, con más ganas, con esa chispa deliciosa que te hace olvidar el mundo.
Un beso lento. Rico.
De esos que dejan sabor en el alma.

Me separé sonriendo, y le guiñé un ojo.
—Ahora sí, anda. O vas a llegar tarde, doctor.

Él se rió y se fue de espaldas, mirándome como si no creyera lo que acababa de pasar.
Y yo me quedé allí, con Sol dormida, el corazón agitado...
y una sonrisa que no me cabía en la cara.

Me quedé en la oficina de Enrico un rato más, con Sol dormida plácidamente en su cochecito, abrazada a su elefante como si el mundo no existiera. El murmullo lejano del hospital me daba una extraña sensación de calma mientras revisaba cosas en la computadora. Había algo reconfortante en estar allí... con su olor en el aire, con su energía en cada rincón.

Hasta que escuché la puerta abrirse.

No tuve que mirar para saber quién era. El perfume, la forma en la que las pisadas entraban como si tuvieran derecho... era ella.

Carla.

—Hola —dijo con esa sonrisa que no me convencía—. Qué tierna imagen... tú, la bebé, la computadora... como una película casera.

Me giré lentamente.
—Hola.

—No quiero interrumpir. Solo vine a dejar unos documentos... pero bueno, supongo que puedo tomarme unos minutos —se acercó un poco más y me miró con la cabeza ladeada—. Enrico siempre fue un hombre tan... guapo. Y tan bueno. Un paquete completo, ¿no?

La miré sin decir nada, esperando el verdadero motivo de su visita.
No tardó.

—Supongo que ya te contó que estuvimos juntos. Que íbamos a casarnos —dijo, con una sonrisa demasiado controlada—. Fue una historia importante. De esas que marcan.

—Sí —respondí con calma—. Me lo contó. Y también me contó que terminó. Así que tu historia... pasó.

Vi cómo su sonrisa se tensaba.
—Camil, ¿verdad? No quiero ser cruel. Solo honesta. Sé que él me quiere todavía. Hay cosas que no desaparecen de un día para otro.

Me levanté despacio, sin perderla de vista.
—Puede ser. Pero a veces lo que uno recuerda... no es lo que quiere de vuelta. Tú fuiste su pasado.

Se cruzó de brazos.
—Y tú te crees su presente, ¿no?

—No. Yo soy su presente —dije, con firmeza—. Y su futuro también, si él lo elige.

Carla frunció los labios, como si quisiera lanzar una última palabra filosa, pero se contuvo.
Miró hacia Sol, que seguía dormida, y luego a mí.

—Suerte, entonces —murmuró.
—La tengo —respondí, mirándola a los ojos—. Y no pienso perderla.

Carla se giró y salió, dejando una estela de silencio detrás de ella.

Me senté de nuevo, con las manos aún algo tensas sobre el teclado. Miré a Sol...
Y me dije a mí misma: lo que es mío, lo protejo. Lo cuido. Y no me dejo intimidar.




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