Faltaban solo siete días para la boda.
Los días pasaban en un abrir y cerrar de ojos entre pruebas finales de vestido, confirmaciones con proveedores y visitas a casas que podrían convertirse en nuestro primer hogar. Aunque la emoción me invadía, también empezaba a sentir el cosquilleo de los nervios. Esa mezcla dulce y aterradora que viene justo antes de un cambio grande.
—¿Y qué te parece esta? —preguntó Enrico, deteniéndose frente a una casa de fachada blanca con detalles en madera y un pequeño jardín al frente.
Yo cargaba a Sol, envuelta en su mantita rosa, profundamente dormida contra mi pecho. La miré, le acaricié la cabecita y suspiré.
—Tiene buena vibra —respondí, aunque mi mente divagaba pensando en la boda, en los invitados, en si los zapatos combinarían con el vestido.
—Te estás mordiendo el labio… Eso solo pasa cuando estás nerviosa —dijo él, sonriendo con ternura.
—¿Y cómo no voy a estarlo? Faltan siete días, Enrico. ¡Siete! Y aún tengo que hacerme las uñas, revisar las flores, y asegurarme de que Sol no llore a mitad de la ceremonia —dije, riendo con ansiedad.
Él soltó una carcajada mientras acariciaba con suavidad la mejilla de nuestra pequeña, que hizo un ruidito suave sin despertarse.
—Respira, amor. Todo saldrá bien. Ya casi es nuestro día.
Volvimos a casa con el corazón lleno y la cabeza a mil. Al llegar, la puerta se abrió de inmediato.
—¡Sorpresa! —gritó una voz conocida.
La madre de Enrico estaba allí, radiante como siempre, con su eterno aroma a lavanda. A su lado, su hermano menor, Tomás, cargaba a su pequeño hijo de un año, que agitaba los bracitos al vernos entrar.
—¡Nonna! —gritó Enrico, abrazando a su madre con fuerza—. Pensé que llegarías mañana.
—Me adelanté. ¿Cómo no iba a venir a ver los últimos preparativos? —respondió con una sonrisa traviesa—. Y necesitaba abrazar a mi nieta.
Sol, aún dormida, fue transferida con cuidado a los brazos de su abuela, que la recibió como si sostuviera el tesoro más preciado del mundo. Mi corazón se ablandó al verlas juntas.
Durante la cena, entre risas y planes, los nervios se diluyeron un poco. Pero en la soledad de nuestra habitación, cuando Sol ya dormía en su moisés y Enrico me acariciaba el cabello mientras yo recostaba la cabeza en su pecho, volví a confesarlo:
—Estoy asustada. No por ti. No por nosotros. Sino por todo lo que significa. Casarme, ser mamá, mudarnos, construir algo tan grande…
—Es normal. Pero no estás sola —susurró él, besando mi frente—. Lo estamos haciendo juntos. Cada paso, cada decisión. Somos un equipo.
Lo abracé con fuerza, cerrando los ojos.
Sí. Éramos un equipo. Uno que estaba por dar el paso más grande de todos: formar una familia con nombre, con raíces, con futuro.
Y aunque el miedo seguía allí, también estaba el amor. Y ese, lo sabía, siempre gana.
***
El cielo amaneció claro, como si el universo supiera que ese día no podía llover.
Me desperté antes de que sonara el despertador. Sentí mariposas en el estómago. El corazón latiéndome en el pecho como si quisiera salir y gritar: ¡Hoy me caso!
Paula fue la primera en llegar, con una sonrisa de oreja a oreja y una bata blanca para mí que decía “Novia” en letras doradas. Detrás de ella venía la estilista, la maquilladora, y el caos dulce que acompaña a toda novia en su gran día.
—Hoy te conviertes oficialmente en la señora de los sueños de Enrico —dijo Paula entre risas mientras me hacía una trenza suave, con pequeñas flores blancas entrelazadas.
Sol estaba preciosa en su mini vestido blanco, con una diadema de flores rosas y sus zapatitos nuevos. Dormía en su cunita portátil, con sus mejillas rosadas y sus manitas cerradas en puños. Era nuestra niña… nuestra flor más especial.
Cuando abrí el cierre del vestido de novia y lo deslicé con cuidado por mi cuerpo, ella se removió apenas, y al abrir los ojitos me miró con curiosidad. Me agaché, la tomé en brazos y le sonreí.
—Hola, amor… ¿te gusta cómo está vestida mamá?
Ella no respondió, claro, pero emitió un suave gorgorito y me tocó la mejilla con sus deditos. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
En otro punto de la ciudad, Enrico también se preparaba. Según Marisa la esposa del hermano de enrico, lo habían escuchado repetir su voto frente al espejo tres veces y luego quedarse en silencio mirando el anillo que me pondría en unos minutos. Ella decía que nunca lo había visto tan nervioso… ni tan feliz.
El lugar era un jardín amplio, decorado con luces colgantes, flores blancas, tonos durazno y lavanda. Todo era simple, elegante y cálido, como nosotros. La música empezó a sonar suave. Todos se pusieron de pie.
Cuando caminé por el pasillo, sentí cada paso como si flotara. Mis ojos solo buscaban a uno: a él.
Y allí estaba. Enrico, con el corazón en los ojos, con una lágrima escapándose, con una sonrisa que lo decía todo.
—Estás hermosa… —me susurró apenas tomé su mano.
El juez comenzó, pero yo solo escuchaba nuestros corazones. Dijo nuestros nombres completos, nuestras promesas legales. Y luego nos dio espacio para decir las nuestras.
Enrico habló primero:
—Camil… No solo prometo amarte, sino cuidarte, respetarte y caminar contigo en cada etapa. Tú me diste una familia, me diste un hogar… me diste a Sol. Hoy, frente a todos, prometo ser el esposo, el padre y el hombre que merecen.
Mi voz temblaba al empezar, pero no me detuve:
—Enrico… tú me viste cuando no tenía fuerzas, y en lugar de alejarte, me abrazaste más fuerte. Hoy prometo ser tu refugio, tu compañera, tu amor constante. Formamos algo que no necesita perfección, solo verdad. Y yo te elijo, cada día, una y otra vez.
El "sí, acepto" fue claro, firme y lleno de certeza.
Nos besamos. Nos besamos como si el mundo fuera a desaparecer. Como si solo importara ese instante. Como si todo lo vivido hubiera sido para llegar a ese punto.
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Editado: 22.04.2025