Un lugar en el tiempo

CAPITULO 2 RECUERDOS

Tal era mi pensamiento a diario, una obsesión que me atormentaba día y noche. Un rostro, un cuerpo, aquellas caricias, el sonido de su voz…anhelaba tanto tenerla cerca, la necesitaba tanto que me dolía el alma.

Regrese a casa con la esperanza renovada y con una extraña sensación mezcla de ilusión y nostalgia. Me serví una copa de mi bebida habitual y me deje caer en sillón mientras observaba a través de la ventana la vida nocturna de Buenos Aires. Había cambiado mucho la ciudad, ya no había calles de tierra en las que las carretas y carruajes abrían profundas zanjas los días de lluvia o bestiales polvaredas en los secos días de verano. Las luces no permitían disfrutar del maravilloso cielo nocturno y las bocinas de los autos entorpecían el silencio por lo que mis pensamientos se veían constantemente interrumpidos, como si fuese un continuo sacrilegio a su recuerdo. Muchos años habían transcurridos, demasiados en realidad, pero aquella era una herida que sangraba y sangraba y necesitaba darle un cierre definitivo iniciando ese ansiado viaje del cual no pensaba regresar, aunque la vida me costara. Estaba claro que aquello no era más que una triste metáfora porque alguien como yo no merece nada pero, después de todo, se podía soñar con un mañana mejor o con un reencuentro imposible. La culpa resultaba un verdadero tormento, un látigo que se clavaba en mi piel con saña feroz y que me destrozaba y me desgarraba por dentro. El abandono, la debilidad, la falta de confianza en mí mismo y el miedo, ese maldito miedo que me carcomía las entrañas como una plaga brutal. Cada uno debe hacerse responsable de sus actos pero los míos habían afectado a muchas personas inocentes, aunque cabe destacar que yo también lo había sido en algún momento de mi existencia, pero esa inocencia había desaparecido al huir como un maldito cobarde. Mis razones resultaban lógicas y de mucho peso pero ahora, viéndolo a la distancia, había sido un absoluto imbécil.

Bebí lentamente hasta la última gota del líquido escarlata y cerré los ojos para recordar. Allí estaba: un joven muchacho con demasiadas ambiciones y muy pocos escrúpulos .Buenos Aires, 1817, un año después de la tan ansiada independencia, la lucha contra los realistas, los continuos enfrentamientos entre criollos y españoles nacidos en la antigua metrópolis, las contiendas en el interior, los debates y el ánimo fervoroso que se evidenciaba en cada tertulia y en cualquier pulpería. Me veía feliz, un ganador, con el mundo a mis pies y un desmedido afán de grandeza. Los negocios de mi padre, don Manuel Quintana Morales, eran un rotundo éxito gracias a sus contactos contrabandistas y a sus buenos precios, que además le daban una ganancia extraordinaria. Yo estaba consciente de sus tratos fuera de la ley, pero como eran de larga data y habíamos roto lazos con España y su bendito sistema monopólico, poco me importaba como mi padre hacia sus negocios, siempre y cuando mis bolsillos permanecieran llenos .Así me creía el amo del mundo, capaz de tener a mi merced a cualquier señorita de sociedad pero no estaba en mis planes casarme a no ser que eso implicara un incremento en mis riquezas y un ascenso social, que siempre resultaba bienvenido. Don Manuel deseaba una unión con la señorita Enriqueta Saturnina Alzaga , una muchachita insípida de buenos modales y poco entusiasmo, incapaz de cualquier comentario inteligente, poco interesante pero de una gran belleza. Me costó mucho decidirme aunque la amenaza de mi padre de desheredarme definió mi situación con asombrosa rapidez. De esa forma me encontraba sentado en el salón de la familia Alzaga esperando la llegada de la niña Enriqueta, como solía llamarla la negra María.

La joven llego con un vestido voluminoso de color rosado que combinaba con el bonito tono de su piel y contrastaba con el azul de sus ojos mientras movía su abanico con ejercitada gracia. Se sentó frente a mí mientras murmuraba algo que no pude comprender, o quizás estaba tan absorto en mis propios pensamientos que no lograba escuchar sus dichos. La imagine junto a mí, casados, en medio de una vida monótona y vacía y se me puso la piel de gallina, como si una repentina ráfaga de viento helado hubiese penetrado en la habitación. Pero negocios eran negocios y ese, era uno muy bueno. La familia Alzaga, además de ser muy adinerada, era muy respetada socialmente y eso resultaba más que favorable para mis aspiraciones. Si bien era cierto que mi participación en los hechos de Mayo no serian plasmados en la historia, mis ansias de poder no habían desaparecido y se habían transformado en un lobo voraz capaz de destruir todo a su paso. De esta forma, la pobre Enriqueta quedaría unida a mí hasta el fin de su existencia. Ensimismado en mis pensamientos, unos pasos acelerados me devolvieron a la realidad. Ante mi, una joven acalorada y de radiante sonrisa me saludaba con una leve inclinación mientras buscaba la forma de disculparse por su repentina aparición.

_Disculpe la tardanza…se suponía que debía acompañara mi hermana mientras usted está de visita pero el libro que estaba leyendo me entretuvo y el tiempo paso volando.

Una joven vivaz, de generosas proporciones, con los ojos color café más grandes y brillantes que jamás había visto.

_Siempre metida en tus libros, enfrascada en tus benditas lecturas, Analia. Se suponía que estarías atenta al menos por esta vez. Señor Mateo, le presento a mi hermana menor, Analia Emilia Alzaga.

Los sermones de Enriqueta resonaban angustiosamente en mis oídos, como un adelanto de un futuro de reproches y lamentos. Por primera vez en mi vida, me había quedado sin palabras, no solo por su belleza sino por sus ganas de vivir .La salude con un respetuoso ademan sin poder quitarle los ojos de encima. Una mujercita llena de bríos, con el pecho agitado y el corazón alborotado que dejo caer distraídamente el libro que traía en sus manos. Instintivamente lo levante y lo deposite entre sus dedos obteniendo como respuesta una sonrisa encantadora que derribo de un solo golpe todas mis barreras.




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