Un lugar en el tiempo

CAPITULO 9 MI VIDA SIN MATEO

Ya no puedo enojarme, no me quedan fuerzas. Es muy fácil enfadarse, deses perarse, perder la cordura. Lo verdaderamente difícil es mantener la calma y continuar. Recuerdo bien la noche que Mateo desapareció. Habíamos quedado en pasar unos días en lo de los Gutiérrez, como una forma de sacudirnos de encima el polvo de la estancia. Martin Gutiérrez era un hombre afable, contador de cuentos y chistes, un tanto subidos de tono para mi gusto, pero un excelente anfitrión. Helena Méndez de Gutiérrez era una mujer menuda, de sonrisa fresca y juvenil. Ambos rondaban los treinta, y tenían cinco hermosos hijos, muchachos sanos y fuertes, respetuosos y amables: una hermosa familia.

Aquella noche don Martin y Mateo conversaban animadamente en el patio mientras bebían una botella de vino tinto, regalo de un conocido de Mendoza. Helena me dijo:

_Vámonos a tomar un chocolate. Aprovechemos que los chicos están durmiendo y hay un poco de silencio.

_Claro_ respondí.

Hablamos de bueyes perdidos, cosas que hoy ni recuerdo. Lo que si tengo presente en la memoria, es lo que don Martin le aconsejaba a Mateo:

_Si precisas plata yo te presto No vayas a estas horas a un lugar desconocido. Si tenes problemas decime que yo te ayudo. No me sobra pero tampoco me falta.

_Te lo agradezco de corazón, pero esta es una de las oportunidades que se te presentan una vez en la vida y no podes desaprovechar. Por la hora, es un hombre ocupado, no debe disponer de mucho tiempo. Además me lo recomendó un conocido, es de confianza, te agradezco por tu preocupación.

_Para eso estamos los amigos, hombre. Pero ya sabes, lo que necesites, pedimelo. No es fácil encontrar por estos pagos un buen jinete como vos. Me debes una carrera todavía.

Mateo se rio a carcajadas, los vasos chocaron sonoramente y minutos después, mi esposo llegaba para despedirse y no volver. Recuerdo haberlo abrazado con fuerza, como si fuese una despedida encubierta, y en verdad lo era. Puedo evocar su aroma, escuchar su voz y sus pasos apurados alejándose. El relinchar del caballo y el galope resonando a la distancia mientras lo observaba sumergirse dentro de la oscura noche.

Muchas veces me pregunte que hubiera sido de nosotros dos si no se hubiese ido aquel día para no regresar jamás, o si yo hubiese sido más fuerte en mi postura y no le hubiera permitido ir a ese encuentro. Ya habíamos tenido una fuerte discusión en la estancia. Le había jurado que no necesitaba nada, que era muy feliz (excepto por el tema de los hijos), y jamás en la vida hubiera soñado amar a alguien de esa forma. Le recrimine si no estaba satisfecha conmigo, si el ser una mujer de vientre seco le importaba, si necesitaba algo más que yo desconocía o si había dejado de interesarle. Aquello lo enfureció. Me juro que era muy feliz, como jamás lo hubiera soñado, que yo era su mundo entero pero que necesitaba demostrarse a sí mismo y a los demás que era un hombre de valor. Para mí eso era intrascendente porque me daba lo mismo vivir en un rancho que vivir en Europa, que la plata iba y venía y que a mi nada tenía que darme ni demostrarme. Sin embargo, la actitud de su padre para con él y para con nuestro matrimonio le dolía profundamente y necesitaba ser exitoso, como si de esa forma su padre pudiera llegar a perdonarlo.

Nuestro casamiento le parecía una vergüenza y el que su único hijo no acatara sus ordenes (o caprichos) era una afrenta que no podía soportar. Le importaba más su posición social que su propia familia, a pesar de que su riqueza se basaba en el contrabando y los malos contactos. Así la discusión había terminado con un beso y una gratificante demostración de amor. Hasta había pensado en hacerlo enojar más seguido con tal de volver a tener una reconciliación como aquella.

Las horas transcurrían y mi inquietud aumentaba. Don Martin repetía “lo sabia…lo sabía. Muchacho testarudo como su padre”. Lo buscamos durante semanas, yo lo seguí esperando por años. Tiempo después, comencé a sufrir desmayos, malestares estomacales, debilidad y se lo atribuí a los nervios, a la falta de sueño, a las responsabilidades y a la soledad. Mi madre me veía muy desmejorada y no era para menos dada la situación. Me rogaba que volviera a casa, que dejara la estancia y que fuera a visitar a Enriqueta, pero yo no podía dejar mi hogar, y si Mateo volvía debía estar en casa esperándolo.

Lo cierto fue que un día, mis padres llegaron con un doctor que nos dio la noticia de mi embarazo. No sabía si reír o llorar .Mi sueño se convertiría en realidad pero estaría sola toda la vida. Ni siquiera tenía en consuelo de una tumba para llorar, solo una ausencia inexplicable. Con el correr del tiempo, la gente de sociedad empezó a hablar de mí, diciendo que mi esposo había preferido huir a soportarme, que era un hombre sin palabra, como lo había demostrado al dejar plantada a mi hermana, y tejían y entretejían un sinfín de conjeturas. Yo me enteraba de los rumores por los chismes de las muchachas en la cocina que al verme entrar con el vientre abultado y la cara triste, se callaban inmediatamente.

María solía decirme:

_Son jóvenes, no saben nada de la vida, mi niña. Hablan sin pensar como los loros. Pero cuando no te ven, te recuerdan enamorada y recuerdan a tu esposo.

_Y que dicen?_ le pregunte intrigada.

_ Que no sabían que un matrimonio pudiera ser feliz, que creían que las mujeres de sociedad eran frías y sin amor, y los hombres, aburridos y distantes. Pero ustedes se veían como una sola persona y los comentarios de los demás, las lastiman. Paquita defendió al señor Mateo frente a todas las sirvientas de los Rodríguez y la Tata, juro por su madre que su marido había sufrido algún tipo de accidente o atentado y que jamás la hubiera dejado, y mucho menos de haber sabido que se hallaba de encargo.

Nada era consuelo suficiente para mí. El nacimiento de mi pequeño Mateo me devolvió a la vida. Era su vivo retrato, de modo que resulto ser una inyección de alegría y esperanza. Ladislao se hizo cargo de la estancia y resulto ser un hombre de toda confianza y María, mi mano derecha, alguien insustituible, dadas las circunstancias. Mauricio, mi viejo amigo de la niñez, se transformo en un aliado insustituible, hombre de mi total confianza, y su familia fue mi familia. Aprendí del negocio y me volví una mujer fuerte y autosuficiente. Muchos hombres quisieron poseerme o, mejor dicho, tener lo que Mateo había construido con tanto esfuerzo, pero nadie estaba a su altura. Los años me encontraron con la única compañía de mi hijo y ningún hombre ocupo el lugar de mi esposo. Continúe averiguando, hasta me atreví a recurrir a don Manuel en busca de ayuda, quien se mostro muy sorprendido ante mi presencia pero me brindo su apoyo incondicional, al menos eso fue lo que me dijo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.