La llegada a Buenos Aires de Enriqueta sola, sin mis padres, era poco auspiciosa. Su viudez le daba una serie de libertades no permitidas a mujeres solteras. Supuestamente había venido por unas inversiones de su difunto marido que requerían de su inmediata intervención, aunque yo dudaba que ese fuera el verdadero motivo. Nadie fue a recibirla, porque significaría un sacrilegio o una traición. De modo que se instalo sola en casa de mis padres maltratando a las criadas y criticando cuanta cosa hacían. Nada parecía conformarla, como si fuese juez y verdugo, dueña absoluta de la verdad y una depositaria de la eficacia y las buenas costumbres. Atrás había quedado la muchacha sumisa y obediente para dar paso a una mujer fría, áspera e inflexible, la sombra de quien alguna vez supo ser.
Mateo, mi hijo, sugirió que sería buena idea vigilarla para saber si se ponía en contacto con alguien sospechoso. Así pasaron dos días y sus respectivas noches hasta que uno de los peones que se encontraba de vigía, llego con noticias a la estancia.
_ ¿Pudo conseguir algún dato, Saturnino?_ le pregunto mi esposo con evidente ansiedad.
El hombre se quito la boina de la cabeza y refregándola entre las manos aseguro con sorpresa:
_ El Mauricio fue de visita hoy, mientras hacia las compras que doña Analia le encomendó. Estuvo un rato largo en la casa más de dos horas…Eso estuvo muy raro, patrona. ¿Usted sabe por qué tenía que ir a la casa de los Alzaga, don José?
Para la peonada mi esposo era “don José” y le tenían un gran respeto, sobre todo los más antiguos que creían recordar en él a Mateo, sin sospechar que esa su verdadera identidad. Los menos, le temían y con razón. Tenía una mirada de hielo cuando alguno elevaba de más la voz o cuando cuestionaban alguna de las decisiones de los patrones.
_ Acá se viene a trabajar, señores _les decía _ Hay que obedecer a la señora y a su hijo, que son los que les pagan el jornal cada semana. Los tratan bien, con respeto, educan a sus hijos en la escuelita de la estancia, les comparten sus víveres, los escuchan. ¿A ver si van a encontrar por ahí a algún otro patrón que les tengan tanta consideración? Respeto, señores, y boca cerrada.
De modo que la paz reinaba entre la peonada y muchos darían la vida por los Quintana. Pero las palabras del vigía resultaron inesperadas para mí. ¿Mauricio? ¿Mi antiguo amigo? Habia que apretar a Ladislao para que hablara.
Mientras los hombres conversaban, me escabullí por la cocina hasta el rancho de Ladislao, quien se encontraba tomando unos amargos mientras descansaba el tobillo lastimado. Al verme intento ponerse de pie a lo que le dije rápidamente:
_ No se moleste, hombre. Ese caballo lo tiro fuerte y tiene que reponerse bien, no se preocupe.
_¿Un amargo, patrona? _ofreció el hombre con cordialidad.
Acepte de buen modo ya que era costumbre mía matear con la peonada. Me parecía un acto “casi discriminatorio” el no hacerlo. Ladislao cebaba unos ricos amargos, tome una silla que se hallaba en un rincón y me senté junto a él.
_ Muy rico, Ladislao. Un buen cebador, como siempre. Mire, tengo algo que preguntarle y es mejor que lo haga yo antes de que lo agarren los hombres que están con un humor de perros.
El sujeto me observo sorprendido y con gesto de resignación agrego:
_ Lo que usted mande, patrona, siempre le voy a ir con la verdad. Diga nomas.
_ Hace muchos años, antes que el patrón desapareciera, yo lo vi conversando a la noche con mi suegro y con un desconocido. Era tarde y no le di importancia al asunto. Lo cierto es que viéndolo a la distancia y uniendo cabos, tengo mis sospechas.
_ Me imagino, doña Analia, y creo saber por dónde va usted. Mire, el don Quintana viejo quería hacer desaparecer a su hijo y vino con un tal Miguel. A mi ese hombre no me gusto para nada, tenía la mirada vacía, la piel muy blanca y parecía que iba a comerme en cualquier momento. Un hombre raro el Miguel ese. Les dije que no contaran conmigo, que yo los respetaba mucho a ustedes, tanto a usted, patrona, como al patrón, don Mateo. El hombre ese me amenazo y yo le dije que hiciera lo que quisiera conmigo. Total, yo no tengo familia ¿Quién podría extrañarme? Así que se fueron, no sin antes advertirme que no dijera nada, que nadie me creería…y eso hice, me calle la boca y después el patrón desapareció y ahí entendí todo.
_ ¿Y por qué no me dijo lo que había pasado?
_ ¿Qué le iba a decir, que el padre de su esposo lo quería muerto? ¿Suena creíble eso? ¿Qué padre desea la muerte de su hijo? ¿Don José querría la muerte de don Mateo?
Ladislao sabia, siempre lo había sabido.
_ ¿De qué habla usted? _ le pregunte simulando no comprender lo que decía.
_ Al principio pensé que estaba loco porque este hombre, José Fuentes, me recordaba mucho al difunto patrón. Después vi como la miraba, tenia los mismos gestos, la misma adoración por usted, ese amor que pocos han sentido y que yo nunca pude experimentar. A su hijo lo protege, lo aconseja, lo educa y el, lo mira con respeto y ya no tiene esa necesidad de demostrar lo que vale a nadie, porque su padre lo sabe y está muy orgulloso de él. Se parece al tal Miguel, al principio se me helo la sangre…pero después todo estuvo claro. Mire patrona, desconozco que quiso hacer Dios con su difunto esposo, pero yo podría poner las manos en el fuego y afirmar que don José es su marido. No sé cómo ni por que, pero es el. Usted lo sabe, su hijo lo sabe y juraría que doña Catalina también lo sabe. ¿Quién soy yo para cuestionar eso?
Estreche sus manos, le dije “Gracias” y sin más me marche. Ahora debía enfrentar a mi hermana.
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Editado: 30.05.2025