La luz del sol de Phoenix se filtraba a través de las ventanas de mi habitación, iluminando el caos que me rodeaba: cajas vacías, ropa tirada por todas partes y los restos de una vida que estaba a punto de dejar atrás.
Me senté en el borde de la cama, con una mezcla de emociones agolpándose en el pecho. Alegría y nerviosismo luchaban por el control de mi corazón.
Era mi última noche en casa.
En pocas horas tomaría el tren hacia Boston.
Los recuerdos no tardaron en colarse entre esas cuatro paredes. Mis ojos ardían, y podía jurar que estaban rojos. Pero por encima de todo, estaba ese pensamiento: lo había logrado. Estudiar en una de las universidades más prestigiosas del país había sido mi sueño desde siempre. Gracias a una beca, ese sueño se estaba volviendo realidad.
Pero el sabor era agridulce.
Tenía la garganta seca, como si mis palabras se hubieran quedado atrapadas allí.
Ya no vería a mamá cada mañana con su café en la mano ni a papá moviéndose por la cocina mientras tarareaba sus canciones viejas. Tampoco escucharía a Cris, mi hermano menor, gritar desesperado porque no encontraba su calcetín favorito... aunque estuviera justo frente a él.
Me levanté y empecé a recoger las últimas cosas. Un libro de fotos, mi jersey favorito, un cuadro que mi abuela me había regalado antes de partir. Cada objeto traía consigo una historia, un momento que no quería soltar.
—¿Estás lista para tu última cena antes de Boston? —preguntó la voz cálida de mamá, envolviéndome como un abrazo.
Me giré, y allí estaba ella. Su sonrisa iluminaba la habitación más que el propio sol. Mamá siempre fue así: la calma en medio del caos.
—¿Cómo podría estar lista para dejar de probar los menús de papá? —respondí con una sonrisa, intentando sonar más valiente de lo que me sentía.
Papá había soñado con ser chef, pero la vida lo obligó a guardar ese sueño en un cajón. Aun así, se las arreglaba para hacer magia en la cocina del restaurante familiar. Admiraba su capacidad para convertir la adversidad en esperanza, algo que yo aún estaba aprendiendo a hacer.
Mis padres siempre quisieron darnos a Cris y a mí todo lo que ellos no tuvieron. Por eso, aunque en sus ojos se asomaba la tristeza de la despedida, también brillaba el orgullo.
—Te voy a extrañar tanto —dijo mamá en voz baja, acariciándome el cabello—. Pero sé que vas a hacer cosas increíbles allá afuera.
Y por primera vez esa mañana, dejé que una lágrima cayera. No por miedo… sino por amor. Aprete a mimadre en mis brazos deseando quedarme justo en ese momentopara siempre. Y es que no concebia lo difícil que podria ser para alguien crecer sin sus padres o tenerlos y no tener el mas mínimo afecto hacia ellos
No estaba lista para irme.
Pero tampoco podía quedarme. El pasado solia perseguirme
Bajé las escaleras con el estómago encogido. La mesa estaba puesta como si fuera una ocasión especial… y tal vez lo era. Papá llevaba su delantal negro con el nombre del restaurante bordado en rojo, y Cris ya se había servido dos porciones de lasaña, como si el mundo fuera a acabarse mañana.
Mamá había llegado antes que yo. Me detuve unos escalones más arriba, solo un segundo, para observar todo eso que registraba como hogar en mi corazón. El tiempo se volvió cámara lenta. Vi el beso de mis padres junto a la cocina, a mi pequeño hermano adolescente devorando su comida antes de que papá lo notara, y en ese instante lo supe más que nunca: los iba a extrañar.
Terminé de bajar las escaleras. En cuanto me vieron, mis padres voltearon hacia mí con esa sonrisa tan característica de nuestra familia. Terminaron de acomodar la mesa y me senté entre ellos. Por un instante, todo se sintió eterno. Como si Boston no existiera. Como si las maletas no estuvieran listas junto a la puerta. Mamá empezó a dar gracias por los alimentos, como ya era costumbre en casa.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de que te vayas? —dijo Cris en cuanto mamá terminó y empezó a servir la cena.
Lo miré con incredulidad. ¿En serio no me iba a extrañar ni un poco?
—¡Que podré usar tu habitación como mi cuarto de videojuegos!
—¡Ni se te ocurra tocar mis cosas, Cristian Stone Hobson! —le dije, fingiendo estar molesta. Pero ver su cara de susto al escuchar su nombre completo me hizo soltar la risa.
—Tranquila, cariño. Cris no se meterá en tu habitación —agregó mamá, como siempre, siendo la mediadora de paz.
Le sonreí con ternura. Y así continuó la cena: entre risas, conversaciones, y recuerdos que cada uno compartía con esa mezcla perfecta de amor y nostalgia.
Después de que los platos quedaron vacíos y las historias familiares llenaron la sala como música de fondo, me quedé sentada un momento, simplemente observándolos. Papá limpiaba con un trapo la mesa mientras canturreaba algo en voz baja, mamá reía con Cris por alguna tontería… y yo me sentía como si estuviera atrapando un recuerdo en cámara lenta.
Me gustaba hacer eso: congelar momentos en mi mente, como si fueran escenas de mis libros favoritos.
Los libros siempre habían sido mi refugio. A través de ellos había aprendido a enamorarme —no de personas reales, sino de personajes que hablaban con el alma, que escribían cartas, que sabían exactamente qué decir cuando el mundo se caía. Quizás por eso siempre me costó saber si realmente estaba enamorada de Leo.
Leo… mi novio desde hacía casi un año.
Era dulce, detallista, y siempre estaba ahí. Pero había algo en su forma de mirarme —como si me viera, pero no me leyera— que no terminaba de llenar ese espacio dentro de mí. A veces me preguntaba si lo quería… o si simplemente me gustaba la idea de que alguien me quisiera.