Seraphine
El aire en la habitación se siente denso, cargado de la electricidad residual de lo que acaba de suceder. Mi pecho aún sube y baja rápidamente mientras miro al techo, tratando de procesar el torbellino de emociones y sensaciones. A mi lado, Ethan exhala con una mezcla de agotamiento y satisfacción.
—Wow —dice con voz ronca—, ¿estás bien?
Paso las manos por mi cabello, intentando ordenar mis pensamientos. Lo miro de reojo. Está relajado, su cuerpo brilla ligeramente bajo la tenue luz de la lámpara, y su sonrisa fácil casi me hace dudar de lo que estoy a punto de hacer.
—Sí, estoy bien. —Mi voz suena más firme de lo que esperaba.
Se incorpora lentamente, sus movimientos despreocupados mientras busca algo en la mesita de noche. Un silencio se instala entre nosotros hasta que finalmente se levanta y camina hacia el baño.
Me obligo a moverme, a recoger mis cosas. Encuentro mi ropa interior debajo de la cama y me visto lo más rápido que puedo. No hay necesidad de quedarse más tiempo del necesario.
Al salir del cuarto, cierro la puerta con cuidado, intentando no hacer ruido. Justo cuando pienso que he escapado sin llamar la atención, una voz conocida me detiene en seco.
—¿Huyendo? —pregunta Matt, desde la entrada de la otra habitación, un conocido mío pero al parecer también de Ethan. Su tono es burlón, pero no malintencionado.
Me giro lentamente hacia él abraza a una chica que estaba saliendo de esa habitación.
—No estoy huyendo, solo… tengo cosas que hacer temprano. —Miro mi reloj como si fuera la primera vez que noto la hora—. Trabajo.
Matt me observa con una ceja levantada, claramente no creyéndose mi excusa.
—Es un buen tipo, ¿sabes? —dice después de un momento, su tono más serio.
—Lo sé —respondo con un tono más seco del que pretendía.
Me doy la vuelta rápidamente, queriendo salir antes de que cualquier otra conversación incomoda tenga lugar.
—Nos vemos —digo apresuradamente mientras me dirijo hacia la puerta principal.
Al salir al aire frío de la madrugada, respiro profundamente, como si pudiera despejar mi mente de lo que acabo de dejar atrás. Mientras camino por la calle buscando un taxi.
El silencio de las calles a esta hora es casi ensordecedor, salvo por el sonido de mis tacones golpeando el pavimento. No hay taxis a la vista, y el frío de la madrugada me cala hasta los huesos, pero agradezco el tiempo para ordenar mis pensamientos.
¿Qué estaba pensando?
No es que me arrepienta de la noche; Ethan es… impresionante. Su forma de mirarme, de tocarme, me hizo sentir algo que no recordaba desde hace años. Pero ese sentimiento es justo el problema. Yo no hago esto.
Finalmente, veo un taxi acercándose desde la distancia. Levanto una mano para detenerlo, y cuando me subo, me recuesto contra el asiento, sintiendo cómo mi cuerpo se relaja poco a poco.
—¿A dónde? —pregunta el conductor, sin apartar los ojos de la carretera.
Le doy la dirección de mi apartamento, y durante el trayecto, dejo que las luces de la ciudad parpadeen a través de la ventana.
Cuando llego a casa, la calidez del interior me recibe como un refugio. Dejo caer mi bolso en el sofá y me dirijo directamente al baño. El espejo me devuelve una imagen que no esperaba: mejillas sonrojadas, cabello alborotado y un par de marcas moradas en mi cuello y clavícula.
—Dios… —susurro, pasando los dedos por las marcas.
Me meto en la ducha, dejando que el agua caliente lave el cansancio y los restos de la noche. Mientras el vapor llena el baño, cierro los ojos y permito que mi mente viaje de nuevo a Ethan, a sus manos, su voz grave al susurrar mi nombre.
“No puedo volver a hacer esto.”
Después de mi rutina de cuidado de la piel, me pongo mi pijama favorita y me dejo caer en la cama. Pero incluso en la comodidad de mis sábanas, no puedo escapar de la sensación de que esta noche no fue solo un desliz pasajero. Algo dentro de mí me dice que Ethan no será tan fácil de olvidar.
Apago la luz, cerrando los ojos con fuerza, como si eso pudiera apagar también los pensamientos que me atormentan. “Es solo una noche. Nada más.”
A la mañana siguiente, me desperté con el sonido ensordecedor de mi alarma y una punzada de agotamiento en cada músculo de mi cuerpo. La noche anterior seguía aferrada a mí, como un perfume que se niega a desaparecer. Pero no tenía tiempo para eso; había un caso que requería mi atención, y mi cliente me esperaba.
Después de un café fuerte y un esfuerzo considerable para verme presentable, salí de casa con el ceño fruncido y una determinación renovada.
Cuando llegué al edificio, el aroma a papel, café y madera pulida me recibió como siempre. Saludé a mis colegas con una sonrisa rápida y entré a mi oficina. Todo estaba en su lugar: el escritorio pulcro, los expedientes organizados en orden alfabético, y mi taza de té favorita esperando en la esquina.
Milena llegaría en menos de quince minutos. Repasé mentalmente los puntos clave del caso mientras me ajustaba el blazer frente al espejo de la pared.
Milena es una mujer admirable. Madre soltera, luchadora, y completamente dedicada a su hija de cuatro años, Sofía. La pequeña es todo su mundo, y eso se nota en cada palabra que dice sobre ella. El problema, como siempre, es el padre: un hombre con dinero, privilegios y un ego del tamaño de una mansión. La había dejado al enterarse de su embarazo, desapareciendo sin siquiera un intento de contacto. Pero ahora, años después, había decidido regresar.
No por amor, claro está, sino porque su esposa, incapaz de tener hijos, había puesto los ojos en Sofía.
“Sobre mi cadáver,” pienso mientras hojeo el expediente.
El hombre es un clásico narcisista con recursos ilimitados y la capacidad de manipular la narrativa a su favor. Personas como él no me intimidan, pero sí me enojan. Más aún cuando se trata de arrancarle a una madre su mayor tesoro.