Un lugar para dos

Capítulo 5

Seraphine 𓍝

Correr por un aeropuerto con el tiempo en contra no es una experiencia que le desearía ni a mi peor enemigo. No es solo la presión del reloj, el peso de las maletas o el agotamiento acumulado, es la absoluta certeza de que cada segundo perdido es una sentencia en contra.

Los últimos dos días antes del viaje habían sido un infierno logístico. Dejar todo en orden en el trabajo no fue fácil, considerando que me tomaba casi un mes fuera. Tuve que cerrar pendientes, delegar funciones y anticipar cualquier posible problema que pudiera surgir en mi ausencia. Aún así, sabía que a mi regreso, habría una avalancha de correos, documentos y llamadas esperándome. Pero eso era un problema para la Seraphine del futuro.

La Seraphine del presente estaba corriendo como alma que lleva el diablo por el aeropuerto, con una maleta en cada mano y el pasaporte firmemente sujeto bajo el brazo.

—¡Espera! —gritó Emilia detrás de mí, casi sin aliento.

—¡Apúrate, que se nos va! —respondí sin detenerme.

El tiempo avanzaba de forma despiadada. Las pantallas de vuelos parpadeaban como si se burlaran de nuestra prisa. La voz mecánica anunciaba abordajes, recordándome que el nuestro estaba a punto de cerrarse.

Cuando finalmente llegamos a la puerta de embarque, el área estaba… desierta.

Mi pecho subía y bajaba con la respiración agitada mientras mis ojos buscaban desesperadamente a algún empleado, a algún pasajero rezagado, a alguien.

—Carajos… —murmuré, con las manos en la cadera y la frente perlada de sudor.

Emilia llegó a mi lado unos segundos después, apoyándose en sus rodillas mientras recuperaba el aire.

—Dime que no hemos perdido el vuelo. Dímelo, Seraphine.

Intenté serenarme. No podía entrar en pánico, no servía de nada. Me acerqué al mostrador vacío y golpeé suavemente el cristal, esperando que, de alguna manera, alguien apareciera de la nada y nos salvara.

Nada.

—Mierda… —susurró Emilia, dejándose caer sobre una de las sillas.

En ese momento, una azafata apareció por una de las puertas laterales, sosteniendo una tableta y con la expresión de alguien que había visto suficiente caos por un día.

—Disculpe —dije, con la mejor compostura que mi agotamiento me permitía—, venimos en el vuelo a Roma. ¿Nos puede decir si…?

—Ah, las pasajeras retrasadas —respondió sin siquiera levantar la vista de su tableta—. Suerte que el abordaje aún no ha terminado.

Mi cuerpo se relajó de golpe.

—Gracias a todos los dioses —murmuró Emilia, poniéndose de pie como si le hubieran devuelto el alma.

La azafata nos pidió los pasaportes y boletos. Un minuto después, ya estábamos caminando por la pasarela de embarque, con el corazón todavía en la garganta.

—Esto es culpa tuya —espetó Emilia mientras ajustaba la correa de su bolso.

—¿Perdón? —arqueé una ceja, girando la cabeza hacia ella.

—Sí. Si no hubieras insistido en revisar por quinta vez tus correos y en asegurarte de que todo en el trabajo estaba “perfectamente organizado”, hubiéramos salido a tiempo.

—Y si tú no hubieras insistido en comprar café y hacer fila en una tienda de recuerdos… —respondí, con una mirada significativa.

Emilia chasqueó la lengua y desvió la vista.

—Detalles.

—Exactamente.

Finalmente, subimos al avión. Buscamos nuestros asientos, guardamos las maletas en el compartimiento superior y nos dejamos caer en los asientos con un suspiro de alivio.

—Solo diré una cosa —murmuró Emilia, inclinándose hacia mí mientras el piloto anunciaba la duración del vuelo—. Espero agarrar ese ramo.

Giré la cabeza y le dediqué una media sonrisa.

—Mira lo que tu pides.

Y, aunque aún no sabía exactamente por qué, tenía la extraña sensación.

El aterrizaje fue más suave de lo que esperaba, pero eso no quitaba el hecho de que me sentía como si un camión me hubiera pasado por encima. No había forma de estar cómoda en un vuelo tan largo, no con las piernas entumecidas y la mente atrapada en un estado entre la vigilia y el sueño ligero.

—Esto no es vida… —murmuró Emilia mientras se estiraba, con una expresión de sufrimiento absoluto.

—Podría ser peor —respondí, masajeando la parte posterior de mi cuello.

—¿Ah, sí? Dame un solo ejemplo.

—Podríamos haber perdido el vuelo.

Me miró con el ceño fruncido, claramente sin energías para discutir.

Salimos del avión con el paso pesado de quienes han pasado horas atrapados en un asiento estrecho y mal posicionado. A nuestro alrededor, el aeropuerto estaba lleno de viajeros en todas direcciones: algunos corriendo para no perder conexiones, otros con el rostro cansado como el nuestro.

—Dime que al menos nos vemos decentes después de este vuelo —dijo Emilia mientras sacaba un espejo compacto de su bolso y se revisaba el rostro.

—Si tu definición de decente incluye cabello desordenado y ojeras marcadas, entonces sí, impecables —respondí con ironía mientras intentaba alisar mi blusa.

Avanzamos hacia el área de equipaje, donde las maletas daban vueltas en la cinta transportadora con la lentitud de quien sabe que es indispensable y no tiene prisa alguna. Me apoyé en la baranda y fijé la vista en las maletas que pasaban, esperando la nuestra.

—¿Cómo reconocemos a Ceci? —preguntó Emilia, tamborileando los dedos contra el metal.

—Ella nos reconocería a nosotras primero.

Emilia soltó un bufido.

—Lo digo en serio. No es como si viniera con un cartel con nuestros nombres.

—Conociéndola, es más probable que venga con una pancarta gigante que diga “Mis reinas han llegado” o algo igual de exagerado.

Y, como si el universo quisiera confirmarlo, en cuanto recogimos nuestras maletas y salimos al área de espera, allí estaba ella.

De pie, sosteniendo un cartel brillante que decía “Las diosas han aterrizado”, con letras doradas y purpurina.



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En el texto hay: humor, desiciones, encuentros

Editado: 13.03.2025

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