Un mar entre nosotros

Nuevas verdades

Ethan

El dolor de perder a alguien es inevitable. Nuestros infiernos son inevitables.

Casi un mes después de la muerte de mi padre. Empecé a sentirme asfixiado en mi piso. Tomando café, viendo a la gente pasar por el parque. Escuchando a los niños reír. Obviamente, perdí mucho en esos primeros años.

Kalem me dejó una bolsa esta mañana con algunas cosas que me pidió que llevara al orfanato para donarlas en mi tiempo libre. Pensó que sería una forma de distraerme durante mi breve estancia allí. Me las arreglé para hacerlo.

Hace días que no hablo con mi madre. Quería hablarle de papá, aunque ella no quería oírlo. Me dijo que me alejara de él, pero no lo hice. No importaba lo que hubiera pasado entonces. Papá había cambiado. Papá había cambiado por un bien mayor, y ese bien mayor era Oliver. No podía guardarle rencor. Sabía que, en cierto modo, yo era igual que él.

Huyo de mis problemas.

Cuando volví al hospital, me encontré con George en la puerta. Todavía estaba aturdido por el hecho de que no hubiera respondido a su pregunta la última vez. Al menos Liz había superado su curiosidad y Anne era toda sonrisas esta tarde. Esto último me pone de mejor humor que la segunda, después de todo lo malo que he soportado por dentro.

—Oops —vi los ojos de Anne—. Una sonrisa muy peculiar.

—Sr. Ethan —corrigió tras una pausa—. Lo siento, Ethan.

Le sonreí alegremente.

—No pierdes la costumbre —me acerqué a la máquina expendedora de café y tomé un descanso —¿Cómo has estado? Desde que dejaste de ser mi enfermera personal, hemos tenido muy poco tiempo para hablar.

—Trabajo, escuela, Tom…

Dejé de escucharla un momento, y cuando la vi tenía una larga lista de cosas que decirle.

—¿Tom? Nunca me lo mencionaste o, mejor dicho, nunca pregunté por él. Y eso que hablábamos mucho cuando ibas a mi piso.

—Ah… —reaccionó dando un pequeño saltito—. Tom, es mi prometido.

—¿Me he perdido algo? —Levanté una ceja. —Tu prometido.

—Me propuso matrimonio el fin de semana pasado —dijo, con la cara enrojecida, mostrándome su mano. Me enseñó su anillo, un anillo precioso, rodeado de diamantes, por no hablar de la preciosa piedra central.

—Joder… Es un anillo de compromiso precioso.

—De hecho. Quiero hablar contigo.

Levanté la taza de café a la boca.

Se quedó callada y me acompañó por el pasillo durante un buen rato sin decir nada. Para una chica a la que le gusta hablar, es extraño que permanezca en silencio durante mucho tiempo, ¡muy extraño!

—Anne —rompí el silencio—: ¿De qué querías hablarme? ¿Por qué has dejado de hablar de repente?

—¿Crees que es posible? —hizo otra pausa.

—Dilo, Anne —la animo dentro de todo ese manojo de nervios.

—¿Quieres ser mi padrino de bodas? -Alzó la voz y resonó por el pasillo.

Me quedé sin habla. Los médicos y pacientes que pasaban nos miraban.

Me eché a reír, miré al techo y me mordí el labio inferior.

—¿Eso es todo? —dirigí mi mirada hacia ella y me miró un poco incómoda. Bajé la mano izquierda con el vaso de café y le puse la derecha en el hombro—: ¡Vale! Soy tu padrino.

Me puso los ojos en blanco con entusiasmo y luego se abalanzó sobre mí.

—Gracias, gracias, gracias —empezó, apretándome con fuerza—. No sabía cómo decirte.

—No te preocupes, ¿ya te has calmado? ¿Qué esperabas que hiciera, que te contestara con un “no”? —la aparté y la miré a los ojos. Era la primera vez que me apasionaba. Me alegré por ella. Aunque es joven y está a punto de casarse. Ella me hace sentir viejo. —Quizás no podamos hablar mucho hoy. Así que mejor escríbeme después del trabajo.

—¿Estarás ocupado?

—Algo así —dije con una sonrisa.

No podía omitir el cómo me estaba sintiendo esta mañana. Le pedí disculpas por no haber podido charlar sobre su boda en la cafetería. Tenía muchas cosas en la cabeza.

Estar en el trabajo. Con vueltas y vueltas en el mismo lugar. Me encontré con Pao en el pasillo, pero seguí sin hablar con él. Estoy cansado de ignorar lo que tengo delante, pero… «¡Maldita necedad!».

Le dije a George que tenía que salir temprano por asuntos personales. Cuando aceptó, decidí dar una vuelta en coche por la carretera. Disfrutar de la música y del viento que soplaba en mi pelo. Conduje durante horas hasta que me encontré en la playa. Un mar de dicha que marcaba distancia, un mar que me recordaba a él, a todos los sentimientos que había desarrollado por alguien que seguramente acabaría arruinándolo todo.

Sacudí la cabeza varias veces. Pateé la arena con rabia.

—¡¡AHHH!! —Grité.

Grité con todas mis fuerzas.

«Por más que se acorten los caminos, abran otros que te unan a esa persona». Las palabras de la mujer de la playa vinieron a mí de golpe. La leyenda de Poseidón y las estrellas en el cielo. Esa tonta leyenda.




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