Un matrimonio de mentira

Capítulo # 2

Capítulo # 2

Las horas fueron pasando, Gabriela había terminado de revisar los últimos papeles de la semana, en cierto punto envidiaba a su esposo porque él no tenía necesidad de ir tanto a su empresa, por qué tenía a su lado a personas de su confianza, en cambio, ella, no podría dejarle la empresa a nadie, no confiaba en ningunos de ellos. No era su culpa,

su padre siempre decía que no confiara en nadie. Después de un día largo se fue a su casa en compañía de Josué, en todo el camino lo que hacía era tocar sus piernas, mientras él manejaba, al bajarse del auto, salió casi corriendo a su habitación, se llevó una gran sorpresa al ver su habitación llena de ropa de su marido.  

—¡Qué significa esto! —exclamó furiosa.

—Es mi ropa —comunicó Josué, entrando a la habitación—. Tengo derecho soy tu esposo.

—Sí, pero…

—Tengo derecho amor mío —aclaró quitándose la chaqueta.

—Está bien —murmuró entrando al baño—. No quiero que me molestes.

—Ve tranquila, amor mío —dijo quitándose la ropa.

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Gabriela se quitó la ropa y se metió en la tina, siempre la tenía lista cuando llegara del trabajo, así se sentiría más regalada.

Josué se encontraba en la sala tomándose un jugo y comiendo un pedazo de pastel, que su esposa había hecho, admiraba lo bueno que lo hacía, siempre le había gustado más la comida venezolana que la italiana, como trataba de dársela su madre; heredo algunos gustos de su madre, casi todo era de su padre venezolano, aunque sus padres se habían separado cuando él solo tenía siete años toda su infancia la vivió en Italia haciendo que aprendiera hablar italiano con mucha fluidez, solo tenía casi ocho años viviendo en Venezuela.

—Hola —habló Gabriela, se colocó un vestido entallado hasta la cintura y suelto en la parte de abajo, dejó su cabello suelto.

—Estás preciosa —dijo Josué levantándose para admirar a su esposa—. Me encanta tu nuevo corte de cabello —observando cómo su esposa antes tenía el cabello por debajo de los hombros, ahora lo tenía hasta la nuca—, te ves encantadora.

—El calor, me tenía al borde de la locura, estamos en abril, hace mucho calor —confesó ella, aun arrepentida de habérselo cortado, la temperatura de Caracas era sofocante y era casi imposible no agobiarse.

—Como apenas son las cinco de la tarde, podemos descansar un poco e irnos para la casa de Dana y su esposo —le propuso sentándose de nuevo—, estoy cansado del viaje. No dormí muy bien por culpa de un niño que no paraba de llorar, porque su padre le había pegado.

—Ve a descansar, yo me encargaré de alistar todo para irnos a la casa de Dana —comentó ella sentándose al lado de él.

—Amor mío —susurró acercándose más a ella—. Por qué, no nos vamos para la habitación y nos ponemos a practicar a nuestro primer bebé —le propuso acariciándole las piernas.

—Deja —dijo ella quitándole la mano—, respétame.

—Aquí no hay nadie —aclaró mirando a los lados—, estamos solitos y —agarrándola con fuerza para levantarla y sentarla en su regazo—. Así estamos más cómodos —ella lo miró con seriedad y él sonrió—, quita esa carita, amor mío.  

—Cómo quieres que estés —expresó molesta—, eres un depravado.

—Soy tu marido, tengo todo el derecho de tocarte —explicó indignado, ella iba a decir algo, él la calló con un beso, mientras la besa le acaricia su cuerpo con tanta pasión.

Gabriela se sintió en las nubes. Eduardo nunca la había acariciado de manera tan íntima, él la hacía sentir tan vulnerable que no podía creer que estuviera aceptando tan fácilmente sus caricias, hasta que se alarmó.

—No —dijo levantándose—. ¡Aléjate de mí! —exclamó y salió corriendo hacia su habitación.

—GABI —grito con desesperación, se levantó y subió las escaleras—. Amor mío —llamándola y cuando llegó hacia la habitación, abrió la puerta sin dudarlo, necesita aclarar tantas cosas con ella y ahí la vio llorando en la cama—. Lo siento cariño, no sabía que fueras virgen. Pensé, como tienes treinta años, eras una mujer de mundo —comentó apenado y dolido por verla en ese estado—, lo siento tanto.    

—No es eso —aclaró levantando la cabeza para mirarlo a los ojos—, hace unos años, pase una mala experiencia con un hombre —su voz se quebrantó—. Intentó abusar de mí. No acepto que ningún hombre me toque, menos así —confesó en llanto. 

—Cariño mío —murmuró él abrazándolo con fuerza—. Amor mío, yo te quitaré ese miedo. Solo confía en mí —aseguró, besándola con ternura, ella aceptó el beso y luego se separó de él.     

—Lo siento, Josué, es un poco difícil para mí —confesó avergonzada.

—Tranquila, no te obligaré a nada —afirmó dándole un beso en la frente—, no te exigiré nada.  

—Solo tenme paciencia —pidió abrazándolo con fuerza.  

—La tendré —aseguró abrazándola con cariño—, vamos a descansar un poco. ¿Qué te parece?

—Sí.

Gabriela y Josué se acostaron en la cama, ella se acomodó en el pecho de su esposo, él la acariciaba el cabello con tanta delicadeza, en cuestión de minutos los dos se quedaron dormidos, el reloj comenzó a sonar a las seis de la tarde.

Josué se separó de ella, la veía tan frágil, desde que la conoció en la fiesta que había organizado su padre para darle la bienvenida de su regreso a Venezuela, lo que más le llama la atención de ella era sus ojos negros y su cabellera marrón claro, su piel morena clarita, la hacía una mujer muy llamativa, en cambio, él. Había heredado los ojos de su padre, pero físicamente se parecía a su madre, su piel blanca y sus rasgos finos lo hacía ver extranjero y no venezolano como él quería que fuera, lo único que lo sacaba era su apellido que era un poco común como le decía su madre, que era una Di Rossi, un apellido muy importante en Italia.

Su madre llegó a Venezuela y conoció a su padre en un paseo que estaba haciendo, se enamoraron y se casaron, su matrimonio no había durado, porque su madre no quería vivir en Venezuela y quería regresar de nuevo a su tierra como decía su madre Priscilla, su padre se alejó de ella.




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