Un Milagro de Navidad para Emma

Capítulo 10 – Cena de Navidad en la terraza

Cuando terminaron de comer, Emma bajó la mirada hacia el eregalo que le había dado a Connor.

Connor deshizo el envoltorio y abrió el estuche. Dentro, un reloj clásico de pulsera con correa de cuero oscuro. Su expresión cambió: a un silencio profundo. Sus dedos recorrieron el borde metálico del reloj como si se tratara de un objeto delicado.

Emma, sintiéndose de pronto demasiado expuesta, murmuró:
—Alguien tiene que recordarte que hay tiempo más allá del trabajo.

Él levantó la vista y la sostuvo con intensidad. Por un momento, Emma sintió que no respiraba.
—Es… —carraspeó, como si no encontrara palabras—. Es el mejor regalo que me han hecho en mucho tiempo.

—Es tu turno de abrir el tuyo, Winter.

Emma lo miró incrédula, con una sonrisa nerviosa. Rompió el papel y sacó un cuaderno de tapa dura en piel azul, con sus iniciales grabadas en dorado. Abrió la primera página y encontró una frase escrita con la letra firme de Connor:

“Para que nunca olvides que tus ideas valen más de lo que piensas.”

Emma se quedó helada. Sintió que las mejillas le ardían y que el corazón le golpeaba en el pecho. Levantó los ojos hacia él, encontrándose con una mirada que, por primera vez, no escondía nada.

—Señor Grey… —susurró, sin saber qué decir.

Él se encogió de hombros, incómodo, como si no fuera gran cosa.
—Lo digo en serio, Emma. Siempre me sorprendes con lo que haces, aunque aveces parezca que no.

Ella cerró el cuaderno despacio, apretándolo contra su pecho como si fuera un tesoro.
—No tenías que… —empezó a decir, pero la voz se le quebró.

Connor sonrió apenas, esa media sonrisa que pocas veces dejaba ver.
—Sí, tenía.

El silencio se volvió denso, cargado de todo lo que ninguno de los dos se atrevía a admitir. El reloj descansaba frente a él, el cuaderno frente a ella. Y en medio, una certeza silenciosa: sin planearlo, se habían visto más allá de las máscaras que llevaban.

Al terminar con la cena y los regalos sorpresa, ambos recogieron sus cosas y regresaron hacia la oficina. La noche estaba fría, y Emma se arropó un poco más en su abrigo mientras Connor caminaba a su lado en silencio, como si también estuviera procesando lo que acababan de compartir.

Al llegar a la entrada del piso de oficinas, Emma se detuvo de golpe. Sobre el marco de la puerta colgaba una ramita de muérdago perfectamente atada con un lazo rojo. Frunció el ceño.
—¿Pero… esto no estaba aquí cuando salimos? —murmuró, desconcertada.

Connor levantó la vista hacia la ramita, y luego bajó la mirada hacia ella con una chispa divertida en los ojos, esa que pocas veces dejaba ver.
—Bueno, Winter… ya sabes lo que dicen las tradiciones.

Emma lo miró con incredulidad, el corazón golpeándole contra el pecho.
—Señor Grey, no…

Él dio un paso más cerca, acorralándola suavemente contra la puerta, con esa seguridad que siempre llevaba en el trabajo pero que ahora ardía de un modo completamente distinto.
—Claro que sí —susurró, con voz grave y peligrosa—. Hay que respetar la tradición.

Antes de que pudiera replicar, inclinó la cabeza y la besó.

Emma se quedó rígida al principio, sorprendida por la osadía, pero la calidez de sus labios y la firmeza con la que la sostuvo la hicieron ceder en cuestión de segundos. El beso comenzó lento, casi exploratorio, pero pronto se volvió más intenso, hambriento, como si los dos hubieran estado conteniéndose demasiado tiempo.

Un jadeo escapó de su garganta cuando él la atrajo más contra su cuerpo, y sin darse cuenta, su voz salió rota entre el beso:
—Connor…

El sonido de su nombre en su boca lo detuvo apenas un segundo. Gruñó bajo, como si esa sola palabra hubiera despertado algo más profundo. Sus labios se curvaron contra los de ella, con una mezcla de deseo y posesión.
—Dilo otra vez… —exigió en un susurro ronco.

Emma abrió los ojos apenas, aturdida por el calor que la consumía.
—¿Qué?

Él apretó su cintura, acercándola aún más, su respiración pesada contra la de ella.
—Mi nombre, Emma. Dímelo otra vez.

Su corazón palpitaba tan fuerte que creyó que se le iba a escapar del pecho. Y obedeció, apenas un murmullo tembloroso, cargado de un deseo que ya no podía ocultar:
—Connor…

Él cerró los ojos y gruñó, como si escucharla fuera un premio demasiado esperado. Sus labios volvieron a capturar los de ella, esta vez con una urgencia que le robó el aire, como si no pudiera saciarse.

Emma, perdida en el beso, ya no pensaba en tradiciones ni en el maldito muérdago. Solo en que, por primera vez, estaba probando aquello que había deseado sin atreverse a admitirlo.



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En el texto hay: romace, oficina jefe, amor navideño

Editado: 03.09.2025

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