Un movimiento en falso

Capítulo 10

Dos semanas.

Eso es todo lo que ha pasado desde que empecé los ejercicios con Amelia. Catorce días. Catorce sesiones de sudor, temblores, respiraciones agitadas y el ritmo constante de volver a intentarlo.

Mi rodilla ha dejado de protestar a cada movimiento. Ya no me despierto con esa punzada aguda, ni termino las noches con hielo y lágrimas de frustración. Aún hay dolor, sí. Pero es diferente. Más... tolerable. Esperanzador.

Hoy es mi primer entrenamiento completo en el hielo.

Mi cuerpo está tenso desde que me levanté. No por el dolor, sino por los nervios. A pesar de que me he estado preparando, una parte de mí todavía teme caer. No solo físicamente. Caer en el sentido de no ser suficiente. De no ser la misma. De decepcionarme.

Camino hacia mi auto bajo el cielo claro de la mañana. El aire es fresco, casi frío, y eso me reconforta. El invierno se asoma, y con él, todo lo que siempre he amado. El hielo. La música. El vuelo.

Cuando llego a la puerta del auto, lo veo: un cisne de origami en el parabrisas.

Sonrío sin pensarlo. Lo tomo con cuidado, como si fuera de cristal, y lo observo entre mis dedos. Es blanco, como siempre, perfectamente doblado, con una precisión que ya reconozco como suya. Sé que es de Kayden. Aunque nunca me lo ha dicho, aunque nunca lo he preguntado. Es él. Lo sé por cómo dobla las alas hacia atrás, por el pequeño pliegue en el cuello, por la forma en que siempre aparece cuando más lo necesito.

Lo dejo en la guantera, junto a los otros, y subo al asiento del conductor.

Mientras manejo hacia la pista, no puedo evitar recordar cómo Kayden se ha convertido en parte de mi rutina sin siquiera pedir permiso. Después de cada sesión con Amelia, cuando me quedo tirada en el suelo con la respiración entrecortada y el sudor pegado a la piel, él aparece. Siempre. Me tiende la mano, me ayuda a levantarme y murmura algo como: "Eres más fuerte de lo que crees."

Y lo peor es que empieza a gustarme.

Empieza a gustarme que esté ahí.

Cuando llego al complejo deportivo, mi entrenadora ya está esperándome. La reconozco de inmediato: postura firme, bufanda envuelta con precisión militar y esa mirada crítica que me ha enseñado tanto.

—Delaney —me saluda con una sonrisa apenas perceptible—. Te ves lista.

—Espero estarlo —respondo con voz firme, aunque el corazón me martillea el pecho.

También está Amelia. Con su mochila colgando del hombro y una botella de agua en la mano. Me guiña un ojo al acercarse.

—Hoy es un buen día para volar.

Las palabras me recorren la piel como una corriente eléctrica. Asiento con una media sonrisa y me pongo los patines con movimientos lentos, cuidadosos. La protección en mi rodilla está firme, el vendaje justo. No puedo permitirme un error. No hoy.

Respiro hondo antes de entrar a la pista.

El hielo me recibe con ese crujido suave que he amado toda mi vida. Es como volver a casa. Deslizo un pie, luego el otro, hasta que mi cuerpo recuerda. El equilibrio vuelve con rapidez. Las piernas responden. Mi espalda se alinea. Mis brazos se extienden.

Y entonces patino.

La primera vuelta es lenta. Precavida. Pruebo algunos desplazamientos básicos, escucho cómo mi entrenadora me da indicaciones desde un costado. Amelia también observa, atenta a cada pequeño movimiento. Corrigen posturas, ajustan giros, me piden que disminuya la velocidad en ciertos tramos.

Pero después de veinte minutos, mi cuerpo empieza a pedir más.

Una vuelta más rápida. Una curva más cerrada. Un pequeño salto.

Y lo hago. Con miedo, sí, pero también con determinación.

Vuelvo a girar.

Primero los giros simples. Luego una secuencia en diagonal. Mis piernas queman, mi respiración se agita, pero no paro. Porque lo estoy haciendo. Estoy en el hielo. Estoy... volviendo.

Cierro los ojos por un segundo mientras giro sobre un solo pie y una sensación de libertad se apodera de mí. Es como volar con los ojos abiertos.

Escucho los aplausos de Amelia y la voz firme de mi entrenadora:

—¡Ese fue limpio, Delaney! ¡Bien hecho!

Caigo de rodillas sobre el hielo para detenerme. No por error, sino porque necesito respirar. Me quedo ahí un momento, las manos apoyadas en el hielo, mi pecho subiendo y bajando como un tambor. El frío me recorre la piel, pero no me importa.

Siento lágrimas en los ojos, y no son de dolor.

Alguien golpea suavemente la baranda con los nudillos. Levanto la mirada. Es Kayden.

Apoyado en el vidrio, con su sudadera gris y ese brillo tranquilo en los ojos que siempre me desarma. Me hace una seña, como si preguntara si estoy bien. Yo solo asiento y me pongo de pie con torpeza.

Cuando salgo de la pista, él está ahí. No dice nada. Solo me ofrece una toalla y una botella de agua.

—No me caí —digo con voz temblorosa, sin poder contener la sonrisa.

—Y si te hubieras caído, también te habrías levantado —responde.




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