Un nido de víboras (un cuento oscuro, #0.2)

8

A Lea siempre le había gustado el mar, pero nunca lo había visto tan de cerca. Siempre lo había admirado desde lo alto de los acantilados al norte de Llanrhidian, contemplando cómo las olas lamían la roca oscura con caricias que en ocasiones eran dulces, y en otras furiosas. En la capital de la Casa, el mar podía contemplarse desde una playa ancha y de arena clara que se extendía de un extremo a otro de la costa de la ciudad, pero Lea había preferido quedarse en el paseo de piedra, con los brazos apoyados a la baranda de hierro pintada de negro. Le encantaba el mar, pero también le daba miedo. Siempre le había parecido un ente caprichoso.

Fue el primer lugar que visitó después de dejar sus cosas en el apartamento de sus padres la tarde que llegó a la ciudad principal de la Casa. Nunca antes había estado allí, y aunque pasar unos días en aquel lugar para aprovisionarse de útiles de pintura que por la inminente guerra escaseaban en su tierra y aprovechar para ver la capital no era una excusa del todo falsa, lo cierto es que Lea había ido hasta allí para toparse con alguien al que llevaba seis semanas sin ver.

Kendrick le había dicho que trataría de avisarla con discreción cuando fuera a visitar Llanrhidian, pero las únicas noticias que habían llegado hasta Lea sobre él tenían que ver con el abastecimiento para la guerra con el Viento y el Tormenta y la formación de los soldados. Nada de ninguna visita. Podía entender que estaría ocupado organizando todo lo necesario para lo que se avecinaba, y seis semanas tampoco era tanto tiempo… Pero a ella se le habían hecho eternas. Lo echaba de menos más incluso de lo que se había imaginado. Todo. No solo la intimidad física, sino los momentos en los que Kendrick dejaba de ser un bloque de hielo cincelado y se derretía para dejarle ver lo que había en su interior. Lo que había debajo de la corona y de las sombras que la tocaban mientras hacían el amor.

No le había dicho nada de que iría hasta la capital. Quería darle una sorpresa, y esperaba que agradable.

El primer día en la ciudad lo aprovechó para pasear, conocer el núcleo central de la Sombra y la Niebla, y comprar lo que necesitaba para seguir pintando y dibujando durante una larga temporada sin necesidad de preocuparse por que se le acabasen colores, los lienzos o los cuadernos de dibujo. A Lea le gustaba el arte de la espada tanto como el de los pinceles y los carboncillos.

Después de sustituir las ropas que había traído puestas, consideradas más masculinas por el hecho de tratarse de un pantalón cómodo y una camisa de tela gruesa, por un vestido blanco de lana que tapaba sus botas y la daga que llevaba escondida en una de ellas, se puso una capa negra y larga que se arrastraba silenciosa con sus pasos, y salió a descubrir la ciudad. Callejeó hasta bien entrada la tarde, con sus grandes ojos azules bien abiertos, sin poder disimular que no era una ciudadana más de la ciudad. Cuando se topaba con los ojos de algún transeúnte por la calle mirándola tanto de manera apreciativa como curiosa, se preguntaba si se daban cuenta de que era una dannan.

Lea era una fae, pero no como los que la rodeaban allí en las calles limpias, perfectamente empedradas y llenas de vida de la capital. O eso le habían dicho siempre. No solo por el hecho de que su cultura fuera diferente, sino porque había algo en los dannan que no los hacía del todo iguales a los fae. Algo muy complicado de explicar y en lo que Lea no se había parado a pensar demasiado hasta aquel día, rodeada de supuestos fae de verdad. Había escuchado que los demás feéricos decían que había algo en su poder que sabía y olía diferente al resto de los fae, pero nunca había llegado a saber de qué se trataba exactamente. Lea sospechaba que tenía que ver con el hecho de que ellos le rezasen a otra diosa además de Padre y Madre. Los dannan no negaban la supremacía de estos dos sobre los demás dioses, pues nadie se atrevía a arriesgarse a cuestionarlos o renegar de ellos, ni de sus deseos, o a poner a prueba cuanto los querían; solo había que ver lo que había ocurrido con los sidhe. Simplemente consideraban que contaban con la protección extra de una diosa menor que un día había bajado la mirada desde Tír na nÓg, la tierra en la que habitaban todas las deidades feéricas, y se había fijado en los fae que vivían en un pequeño pedazo de tierra fértil al lado del mar embravecido.

Lea trató de testar la teoría sobre el poder de dannan haciendo vibrar lo poco que poseía en su interior mientras no superase la Turas Mara. Puede que la mujer que le vendió las verduras con las que se haría la cena esa noche notase algo extraño en su esencia cuando la tocó para intercambiar las monedas. Tal vez el hombre de la tienda en la que compró los tubos de pintura se la quedase mirando una fracción de segundo más de lo que se consideraba educado, escaneándola con sus ojos y su tenue poder. No estaba segura de si el hecho de que su mirada se hubiera cruzado con la de uno de los artistas callejeros que ofrecían espectáculos por las calles fuera la causa de que el comediante hubiera estado a punto de quemarse con una de sus antorchas incendiadas. Lea quería pensar que parte de aquellas reacciones se debían a la curiosa combinación de pelo negro azabache y ojos de color azul cobalto. Sobre todo cuando vio a un trío de fae vestidos con el uniforme negro de la guardia real.

Lea se subió discretamente la capucha de la capa para que tapase sus rasgos. No los había visto en la comitiva que había acompañado a Kendrick en su visita a Llanrhidian, pero su padre era un general del ejército. Se darían cuenta de que los rasgos de Lea eran idénticos a los de Gwilym y podían hacer preguntas incómodas, aunque ella no tuviera realmente nada que ocultar. Solo el motivo real de su visita, claro. Y a ella no se le daba demasiado bien mentir.




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