Lea siempre había rezado dos veces al día a su diosa, tal y como le habían enseñado sus padres cuando era pequeña. Nunca había sido una niña de las que pedía, sino más bien de las que daban las gracias por la vida que llevaban. Pensaba que eso le daría cierta ventaja ahora que sí tenía algo que pedir, pero si Dannu escuchó sus plegarias, no hizo nada por convertirlas en realidad.
Cada día que pasaba en el tenebroso palacio y en la villa que lo rodeaba era peor que el anterior. El siseo viperino que la acompañaba cada vez que ponía un pie fuera de los aposentos que compartía con Kendrick era cada vez más fuerte. Podía permanecer en su cabeza durante horas, incluso cuando se encontraba totalmente a solas. Trataba de acercarse a los nobles fae que se dejaban caer por las inmediaciones del palacio por alguna razón que Lea desconocía y entablar algún tipo de conversación con ellos, pero siempre que se encontraba a escasos pasos vacilaba. No porque sus miradas la invitasen a alejarse de ellos, sino todo lo contrario. Parecían estar esperando a que se encontrase lo suficientemente cerca como para quedar al alcance de sus bocas venenosas y morderla. A veces deseaba que lo hicieran; puede que así dejasen de murmurar cuando ella les daba la espalda. No tenía ni idea de lo que decía, su oído de inmortal incompleta no se lo permitía, pero sabía apreciar el tono en el que lo hacía. En ocasiones contrariado, a veces divertido. Siempre cruel y afilado.
Pasaron los días primero, luego las semanas, y Lea no habló con nadie que no fuera Kendrick. Dejó de salir de sus aposentos, ni siquiera se adentraba en los pasillos para ir a comer con él en su despacho. Se pasaba los días cada vez más largos tratando de pintar algo en las gruesas hojas de papel que Kendrick le había llevado del despacho. No tenía más que un par de trozos de carboncillo que no le había preguntado de dónde los había sacado, pero no pidió más. No se sentía con ánimo para pintar nada colorido. Cuando se quedó sin papel, leyó parte de los libros que poblaban las paredes de la estancia dónde le traían el desayuno, junto a una ventana abierta, mientras el sol caía sobre su piel, aunque no la calentaba. Leyó los que le parecía que podían contener una historia interesante y los que no. Se sorprendió al encontrar alguno que contuviera tintes románticos; no veía a Kendrick leyendo nada de ese estilo, pero ya se había llevado muchas sorpresas con él en los últimos dos años. Lo único que le disgustaba de esas historias en concreto era que todas tenían finales trágicos.
A veces apartaba la mirada de lo que tuviera entre las manos y contemplaba más allá de la ventana. Sus ojos se negaban a posarse en lo que se veía de los jardines traseros desde la estancia y se centraban en el bosque más allá de los muros de piedra oscura. En más de una ocasión se planteó la posibilidad de salir a explorarlos, pero eso implicaría abandonar la falsa seguridad de sus habitaciones. La simple idea la estremecía y hacía que su cabeza se llenase de un zumbido desquiciante.
Los ratos que pasaba con Kendrick por las noches, que al principio fueron una vía de escape para ella, un momento de verdadera paz y de consuelo, comenzaron a perder su efecto balsámico. Lea dejó de sentirse protegida cuando su cuerpo estaba debajo del de Kendrick, su calor y sus sombras apenas la templaban. A veces tenía ganas de acurrucarse entre sus brazos y llorar, pero nunca lo hizo. A veces quería agarrarlo de la cadena que tenía al cuello y gritarle si no veía lo que ocurría, o si no le importaba lo más mínimo, pero eso tampoco lo hizo. Tenía que ser consciente de lo que ella pasaba día sí y día también encerrada en aquellas cuatro paredes aunque no se lo dijese; aquel era su palacio, ella era su esposa y él sabía sumar dos más dos. Pero ninguno de los dos dijo nunca nada y los días siguieron pasando.
Lea creía haberse acostumbrado a aquella rutina de confinamiento en el que podía vestir con pantalones holgados y llevar el pelo recogido una trenza sencilla hasta que un día, mientras aguardaba en la habitación a que le sirvieran la comida en la estancia principal de los aposentos, las palabras del libro que estaba leyendo comenzaron a difuminarse. Parpadeó, sin comprender que era lo que ocurría. Algo húmedo se deslizó por su mejilla, caliente y con un tacto sedoso. Cayó sobre la página que tenía abierta delante de ella con un golpecito sordo. Otra pequeña gota salada no tardó en seguir a la primera.
Lea se limpió las mejillas y los ojos, confusa. Cuando consiguió procesar que estaba llorando, lo primero que hizo fue mirar la puerta cerrada de la habitación con pánico. Escuchó el traqueteo de platos y cubiertos siendo colocados sobre la mesa principal de la estancia, así como su corazón acelerado y su sangre corriendo por sus venas. No podían saber que estaba llorando. Puede que quienes tuvieran al otro lado solo fueran criados, fae sin ningún tipo de título nobiliario, pero ella estaba segura de que sí descubrían que estaba llorando sola en la habitación en la que se había encerrado desde hacía días, todo el mundo lo sabría. No solo en palacio, sino más allá de su verja de hierro pintada de negro.
Lea colocó una mano sobre su pecho y trató de respirar con más calma, pero las lágrimas siguieron rodando, una detrás de otra, y el calor en sus mejillas no dejaba de aumentar. Lea apretó los dientes hasta que le dolió la boca. Apartó el libro a un lado y se rodeó las rodillas con los brazos, escondiendo el rostro.
No tenía ni idea de por qué estaba llorando. Ni siquiera recordaba la última vez que lo había hecho. Odiaba llorar. A pesar de que al haberse criado con los dannan había aprendido a que sus emociones podían ser útiles para comunicarse con quienes la rodeaban, los sentimientos que hacían que las lágrimas bajasen por sus ojos, que sus mejillas se calentasen y que su garganta se cerrase hasta casi ahogarla siempre la habían incomodado y frustrado. Si tuviera que definir como se sentía en ese momento, puede que la palabra apropiada fuera desbordada.